Leonardo
El quirófano respiraba conmigo, sincronizado en esa calma artificial que, a veces, era lo único que me mantenía en pie. La luz cortante, el zumbido rítmico de los monitores, los pasos casi ceremoniales de los asistentes: todo seguía su curso, como si el mundo no hubiera cambiado.
Como si yo no me hubiera roto.
La incisión fue precisa. Mis manos se movían con la memoria del hábito, pero mi mente… mi mente estaba lejos. Demasiado lejos. Varada en un momento que ya no podía deshacer.
Desde que Clara firmó los papeles, algo en mí se había desplazado. Como si me hubieran desanclado del centro de gravedad y ahora flotara a la deriva. Un simple trazo de tinta. Un acto mecánico en una notaría indiferente. Y un silencio —el verdadero, el definitivo— que ya no era un puente entre nosotros, sino un abismo sin fondo.
No dije nada. No la detuve. Solo asentí, como quien acepta una condena que ya lleva escrita en la piel, sin el valor de oponerse a lo inevitable.
Pero el zumbido me llevó a otra noche.
Martina frente a mí, en una oficina mal iluminada, el documento sobre la mesa. “Es por Clara”, dijo, con voz suave. Miré la cama donde su padre respiraba a medias, los tubos marcando un tiempo que se agotaba. Sabía que era un error, pero salí con el documento y logré que Clara firmara, cediendo a una presión que disfrazaba de amor. Clara no lo supo. No entonces. Tal vez aún no.
Volví al presente. Apreté la sutura un poco más fuerte de lo necesario. Sentí cómo el hilo cortaba ligeramente el guante, y un calor breve, punzante, me tocó el dedo. La enfermera me lanzó una mirada fugaz, pero no dijo nada. En el quirófano, el silencio era ley. Y aún podía fingir ser alguien confiable dentro de esas paredes asépticas.
Cuando cerré la última línea de puntos, exhalé despacio, como quien libera un dolor que sabe que volverá. Me quité los guantes de un tirón, los arrojé al contenedor y salí, dejando atrás murmullos que no me atrevía a escuchar.
En el vestuario, el olor metálico del desinfectante me golpeó como una bofetada. Apoyé la frente contra el casillero y cerré los ojos. Por un segundo, deseé no existir. Que todo ese edificio, esa bata, esa historia, se desvaneciera.
Pero al abrir el casillero, lo vi.
Un sobre blanco. Sin remitente. Solo mi nombre, escrito en una caligrafía precisa y cortante.
Lo abrí casi sin pensarlo, como quien obedece una orden grabada en el hueso. Dentro, una hoja mecanografiada. Breve. Implacable.
“El consentimiento nunca fue firmado por el paciente. La autorización fue falsificada. Martina estaba contigo. Clara firmó sin saberlo.”
El frío me atravesó entero. Como si el quirófano me hubiera soltado y la gravedad del mundo cayera sobre mí. La piel se me tensó como si anticipara una herida invisible.
No rompí la hoja. No la arrugué. No podía. Era demasiado real. La doblé con precisión quirúrgica, como si fuera un expediente médico que debía conservar intacto.
La guardé en el bolsillo interno de la chaqueta y salí del vestuario con pasos duros, sordos, conteniendo el impulso animal de echar a correr.
Fui directo al despacho de Martina.
Golpeé la puerta una sola vez antes de entrar.
Ella estaba ahí, impecable como siempre: camisa planchada, cabello recogido con una perfección casi irritante, labios pintados de rojo exacto, como una línea que delimitaba el campo de batalla.
—¿Te llegó algo? —pregunté, sin rodeos.
Ella deslizó un cuaderno hacia mí, marcando una página con un clip rojo.
Leí en silencio.
“Mientras él jugaba a salvar a su suegro, Martina manipulaba documentos con la precisión de quien sabe exactamente qué ocultar… y a quién hacer firmar sin saberlo.”
La mandíbula se me tensó hasta doler. Sentí el leve temblor de una rabia contenida en la punta de los dedos.
Era como si alguien hubiera estado ahí, observando desde las sombras. Documentando. Juzgando.
—Eso apareció sobre mi silla esta mañana —dijo Martina, con una serenidad que me crispó los nervios.
No había culpa en su voz. Tampoco miedo. Solo una calma diseñada para no dejar fisuras.
—¿Quién está detrás de esto? —pregunté, aunque ya sabía que no habría respuesta.
Ella se encogió de hombros, sin perder esa media sonrisa que rozaba la ironía.
—No buscan justicia —dijo—. Buscan espectáculo. Y quieren que duela.
Apoyé ambas manos sobre su escritorio. No para imponerme. Para no caer.
—¿Clara lo sabe?
—¿Sobre la nota?
—Sobre la firma. Sobre lo que hicimos.
Martina cruzó las piernas con una elegancia feroz.
—No aún. Pero lo sabrá.
Exhalé por la nariz, sintiendo cómo el aire se arrastraba como plomo por la garganta.
—Tal vez lo merecemos —dijo ella, en voz apenas audible—. No solo por lo que hicimos. Sino por todo lo que permitimos. Por cada vez que callamos sabiendo.
Su frase se quedó flotando en la oficina como un gas tóxico.
La verdad más brutal no era el acto cometido. Era todo lo que no habíamos hecho para impedirlo.
Me puse de pie. Cada músculo protestaba, como si el cuerpo también se negara a acompañar lo que estaba por venir.
Martina no trató de detenerme.
Cuando crucé el pasillo, las luces de neón parecían parpadear más que de costumbre. O tal vez era mi propia percepción, deformada por la culpa.
Mi mente giraba en círculos, repasando nombres, fechas, firmas. Preguntándome en qué momento exacto perdí el derecho a llamarme médico.
A mitad de camino, el celular vibró.
Un mensaje.
Sin nombre.
“La próxima página no te va a gustar.”
Me detuve en seco.
El corredor parecía estrecharse. La luz, diluirse.
Sentí que todo el edificio contenía la respiración.
Y supe, con una claridad punzante, que esto no era solo un error del pasado.
Era un juego.
Uno en el que íbamos varios pasos atrás.