2- Sin Margen De Error

Leonardo

El quirófano respiraba conmigo. Cada inhalación mía parecía replicarse en la sala entera, como si los monitores, los bisturís, las luces, todos los objetos estuvieran sincronizados con un ritmo que no era vida, sino rutina. El resplandor cortante, el zumbido constante de la máquina, los pasos ceremoniales de mis asistentes… todo seguía su curso, perfecto, impecable.

Como si el mundo no se hubiera roto.

Como si yo no me hubiera roto.

La incisión fue precisa. Demasiado precisa, casi automática. Mis manos seguían la memoria de miles de cirugías previas, pero mi mente estaba muy lejos. Varada en otro lugar, en otro tiempo. En un instante que ya no podía borrar ni con la mejor sutura.

Desde que Clara firmó los papeles, algo en mí dejó de sostenerse. Fue como si hubieran desanclado mi centro de gravedad, y ahora flotara a la deriva en una especie de vacío. Un simple trazo de tinta, un acto mecánico en una notaría indiferente. Y un silencio. El verdadero, el definitivo. Ese que ya no era un puente que nos mantenía unidos a pesar de todo, sino un abismo imposible de cruzar.

No dije nada cuando ocurrió. No la detuve. No tuve el valor de pronunciar ni una palabra. Solo asentí, como quien acepta la condena que sabe escrita en su piel desde hace tiempo.

Pero el zumbido del quirófano me llevó hacia otra noche.

Martina frente a mí, en esa oficina mal iluminada. El documento sobre la mesa. Su voz baja, suave, envolvente: “Es por Clara”. Yo miraba la cama donde su padre respiraba a medias, rodeado de tubos que marcaban un tiempo que se agotaba sin remedio. Sabía que era un error. Un error enorme. Pero salí de esa oficina con el documento bajo el brazo y logré que Clara firmara. Ella no lo supo. No entonces. Tal vez aún no lo sabe.

Mi respiración se agitó bajo la mascarilla. Apreté la sutura con más fuerza de la necesaria. El hilo rozó el guante y lo cortó levemente. Sentí el pinchazo fugaz en la piel del dedo, un calor breve, casi imperceptible. La enfermera me miró de reojo, un destello de advertencia en sus ojos. Pero no dijo nada. En el quirófano, el silencio era ley. Yo todavía podía fingir que seguía siendo alguien confiable dentro de esas paredes blancas.

Un bisturí cayó en la bandeja metálica con un ruido seco que me atravesó. No era un error grave, apenas un accidente mínimo, pero bastó para que todos los ojos se clavaran en mí por una fracción de segundo. La clase de segundos que pesan más que una hora entera. Volví al procedimiento con un control casi violento, como si mi propia precisión fuera lo único que me quedaba.

Cuando cerré la última línea de puntos, exhalé despacio. No era alivio. Era como liberar un dolor que sabía que volvería, tarde o temprano. Me quité los guantes de un tirón y los arrojé al contenedor, evitando mirar a nadie. Salí sin escuchar los murmullos, porque sospechaba que esta vez no eran rutinarios, sino afilados.

En el vestuario, el olor metálico del desinfectante me golpeó como una bofetada. Cerré el casillero, apoyé la frente contra la fría superficie y cerré los ojos. Por un segundo, deseé no existir. Que el hospital entero desapareciera. Que la bata, las luces, las historias que cargaba en la espalda, se esfumaran.

Pero cuando abrí el casillero, lo vi.

Un sobre blanco. Sin remitente. Solo mi nombre, escrito en una caligrafía precisa, cortante, casi quirúrgica.

Me quedé quieto unos segundos, como si el simple hecho de mirarlo pudiera cambiar su contenido. No quería tocarlo, pero mis dedos se movieron solos, atraídos por la amenaza silenciosa que irradiaba. Lo abrí sin pensarlo. O tal vez sí lo pensé, pero no tuve la fuerza de detenerme.

Dentro había una sola hoja mecanografiada. Breve. Implacable.

“El consentimiento nunca fue firmado por el paciente. La autorización fue falsificada. Martina estaba contigo. Clara firmó sin saberlo.”

El frío me atravesó entero. La sala pareció desmoronarse a mi alrededor. Era como si el quirófano me hubiera soltado y ahora toda la gravedad del mundo cayera sobre mí de golpe.

No pude romper la hoja. No pude arrugarla. Era demasiado real. La doblé con la precisión de un expediente médico que debía conservar intacto. La guardé en el bolsillo interno de la chaqueta y salí del vestuario con pasos duros, casi sordos, conteniendo el impulso animal de correr.

Cada sombra en el pasillo me parecía un testigo. Cada enfermera que me cruzaba levantaba la vista con un destello de sospecha. El hospital, que antes había sido mi santuario, se convirtió en un escenario hostil, lleno de ojos invisibles.

Fui directo al despacho de Martina.

Golpeé la puerta una sola vez antes de entrar.

Ella estaba allí, impecable como siempre. Camisa blanca planchada, cabello recogido con esa perfección que rozaba lo irritante, labios rojos delineando un gesto sereno que siempre parecía estar a un paso de convertirse en burla. Una mujer que nunca dejaba una grieta al descubierto.

—¿Te llegó algo? —pregunté, sin rodeos.

Ella deslizó un cuaderno hacia mí, marcando una página con un clip rojo.

Lo leí.

“Mientras él jugaba a salvar a su suegro, Martina manipulaba documentos con la precisión de quien sabe exactamente qué ocultar… y a quién hacer firmar sin saberlo.”

La mandíbula se me tensó hasta doler. Mis dedos temblaban apenas, pero lo suficiente como para delatar que la rabia estaba ahí, contenida en la punta de cada músculo.

Era como si alguien hubiera estado con nosotros, observando desde la penumbra. Documentando. Juzgando.

—Eso apareció sobre mi silla esta mañana —dijo Martina, con esa serenidad insoportable que me crispaba los nervios.

No había culpa en su voz. Tampoco miedo. Solo una calma fría, como diseñada para no dejarme entrar en ella.

—¿Quién está detrás de esto? —pregunté, aunque sabía que no iba a obtener respuesta.

Ella se encogió de hombros, apenas.

—No buscan justicia —dijo—. Buscan espectáculo. Y quieren que duela.

Apoyé ambas manos sobre su escritorio. No para imponerme. Para no caer.

—¿Clara lo sabe?

—¿Sobre la nota? —replicó con suavidad.

—Sobre la firma. Sobre lo que hicimos.

Martina cruzó las piernas, elegante como siempre, pero con un filo invisible en cada gesto.

—No aún —respondió—. Pero lo sabrá.

El aire salió de mis pulmones como plomo líquido.

—Tal vez lo merecemos —añadió ella, casi en un susurro—. No solo por lo que hicimos. Sino por todo lo que dejamos pasar. Por cada vez que callamos sabiendo.

Su voz quedó flotando en la oficina como un veneno.

Tenía razón. La culpa más brutal no estaba en el acto en sí, sino en lo que permitimos después. En cómo dejamos que se volviera parte de nosotros.

Me puse de pie. Cada músculo me dolía, como si mi cuerpo también se negara a caminar hacia lo que sabía que vendría. Martina no trató de detenerme. Solo me observó, como si supiera que la siguiente herida no iba a abrirse en su oficina, sino mucho más cerca de mí.

Crucé el pasillo. Las luces de neón parecían parpadear más que nunca, o tal vez era mi propia visión, deformada por la culpa y la sospecha. Mi mente giraba en círculos, repasando nombres, fechas, firmas. Preguntándome en qué momento exacto dejé de ser médico y me convertí en cómplice.

A mitad de camino, el celular vibró en mi bolsillo.

Un mensaje. Sin remitente.

“La próxima página no te va a gustar.”

Me detuve.

El pasillo se encogió. Las paredes parecían acercarse, sofocantes. La luz se volvió más tenue, como si alguien hubiera bajado la intensidad a propósito.

Todo el edificio parecía contener la respiración.

Y entendí, con una claridad punzante, que esto no era un error del pasado que venía a perseguirme.

Era un juego.

Uno en el que ya íbamos varios pasos atrás.

Y yo acababa de convertirme en el personaje principal.

Continue lendo este livro gratuitamente
Digitalize o código para baixar o App
Explore e leia boas novelas gratuitamente
Acesso gratuito a um vasto número de boas novelas no aplicativo BueNovela. Baixe os livros que você gosta e leia em qualquer lugar e a qualquer hora.
Leia livros gratuitamente no aplicativo
Digitalize o código para ler no App