Clara
No esperaba visitas aquel sábado, y mucho menos que alguien deslizara un sobre sin remitente bajo la puerta, como si dejara atrás una pista… o una herida.
Ahí estaba: un sobre color marfil, deslizado con la suavidad de un secreto. Solo mi nombre, escrito con una caligrafía sobria, firme. Sin adornos. Como si quien lo escribió supiera exactamente a quién iba dirigido, pero no quisiera decir más.
Dentro, una sola hoja. Olía a tinta, y, apenas perceptible, a lavanda marchita.
“La historia no siempre se cuenta con palabras.
A veces está entre líneas.
Julieta puede ayudarte.
Calle Lira 245. Segundo piso.
Mañana, 18:00.”
La tarde siguiente, llegué a la calle Lira. El edificio tenía rejas oxidadas y balcones de pintura desconchada. Subí al segundo piso, donde una puerta azul, desgastada en los bordes, me detuvo. Toqué.
La puerta se abrió con lentitud, como si ya supiera que estaba allí.
—Te esperaba —dijo Julieta. Su voz era tranquila, segura, como una nota bien afinada.
No era como la imaginé. Era joven, con la piel tostada por el sol, pecas dispersas como puntos de luz, y el cabello recogido de manera improvisada con un lápiz grafito. Una belleza discreta, inolvidable. Me hizo pasar.
El departamento olía a manzanilla, a libros viejos, a una brasa lejana ya consumida. Sobre la mesa, un cuaderno de cuero gastado. No necesité abrirlo para saber. Lo reconocí con el cuerpo, con esa certeza que no requiere pruebas.
—¿Té? —preguntó, sirviendo en dos tazas—. De hoja suelta. Leonardo decía que el sabor aparece después del silencio.
Me senté. El cuaderno me esperaba. Dejé las manos quietas sobre las rodillas, pero el corazón golpeaba contra mi garganta.
—¿Es…? —pregunté, incapaz de terminar.
Julieta asintió.
—Leonardo me dictaba cosas. Fragmentos, ideas sueltas. A veces recordatorios, asuntos del hospital… otras veces, eran para el libro que nunca terminó. Pero las más personales eran para ti. Me las confió porque yo también perdí a alguien. Y él me ayudó a no desmoronarme del todo. Guardé sus palabras porque eran lo único que quedaba de alguien que también sabía perder.
Tragué saliva. Abrí el cuaderno.
La tinta estaba corrida en algunos párrafos, como si el tiempo o las lágrimas hubieran dejado huellas. Una frase me detuvo:
“No sé cómo decirle que la vi romperse y seguir.
Que me odio por no saber consolarla.
Que hay un amor que no cabe en las formas que nos enseñaron.”
Era él. Su voz. Su cadencia. Me reconocí en los huecos, en los márgenes, en las palabras a medio terminar. Lo que no dijo en voz alta estaba ahí, entre páginas que dolían. Como si ese cuaderno contuviera el idioma secreto de todo lo que calló.
—¿Cómo supiste que yo tenía el manuscrito? —pregunté con un hilo de voz.
—Martina —respondió Julieta, sin rodeos—. La escuché mencionar tu nombre en el hospital. Hablaba con otra enfermera. No fue muy discreta que digamos.
Me aparté del cuaderno como si de pronto me quemara.
—¿Quién más sabía que existía?
Julieta dudó. Bajó un poco la mirada, como quien mide el peso de una verdad.
—Además de mí… Alonso.
El nombre me atravesó. Aún dolía. Aunque lo negara.
—¿Alonso?
—Vino una noche. Dijo que quería recoger algunas cosas de Leonardo. Parecía triste. Habló de él con respeto. Le creí. Le di una caja con papeles, notas, borradores… Este cuaderno no estaba ahí. O eso pensé.
Guardé silencio. De esos que se hacen densos, que se expanden como una sombra en la habitación. Algo se agitaba dentro de mí, buscando forma, nombre, sentido.
—¿Crees que fue él quien…?
—No sé lo que hizo con lo que tomó —interrumpió Julieta, con suavidad—. Pero esto... esto no es una acusación. Es una despedida. Leonardo lo escribió para ti. No para ser leído por todos. Para que lo entendieras. Para que lo sintieras.
Sacó una hoja doblada del interior del cuaderno. La extendió como quien entrega una última carta. Al ver la letra, supe. Era de él. La fecha: dos semanas antes de que desapareciera.
Clara:
No sé si leerás esto. Tal vez no merezco que lo hagas.
Pero tenía que intentarlo.
No todo lo que oculté fue mentira.
A veces, callar fue mi única forma de protegerte.
De mí.
De lo que hicimos juntos.
De lo que no supe decir.Yo también tengo miedo.
Y si algún día encuentras estas palabras, quiero que sepas algo:Lo que sentí por ti fue verdad.
Aunque mal contada.
Me cubrí la boca. No lloré. Pero algo se rompió. Sentí el alma astillarse, como un vidrio agrietado a punto de quebrarse del todo.
Julieta no dijo nada. Me dejó ese espacio. Ese silencio necesario.
—¿Por qué ahora? —susurré.
Julieta se acercó. Por primera vez, su voz tembló, apenas.
—Porque ya hay demasiadas versiones. Y esta… esta es la única que no quiso hacerte daño.
Tomé el cuaderno. Lo abracé sin pensarlo. No era solo papel. Era la última parte de él que quedaba viva. Y era mía.
Afuera, el cielo comenzaba a tornarse cobre. El día moría sin prisa.
—¿Julieta?
—Sí.
—¿Y si esto no es el final?
Ella me miró largo, con una ternura que no había mostrado antes. Una ternura que entendía.
—Entonces —dijo—, es tu turno de escribir lo que sigue.