Capítulo 3

Sin Nombre 

Tres días antes del Banquete

El sueño vino sin aviso. Como siempre, no traía consuelo, sino crueles recuerdos enterrados. 

Primero, fue una voz. Quebrada, desesperada.

-No puede ser… no puede ser nuestra bebé…

Luego, el llanto. No el de un bebé, sino el de una loba joven. Una madre rota.

Anatema no recordaba los rostros de sus padres con claridad. Eran sombras que gritaban. Voces agudas que temblaban de miedo y rabia.

-¿Por qué sus ojos son así? ¡Negros! ¡Completamente negros! -Gritaba su madre entre el llanto.

-Y el cabello… blanco como el de un muerto.

Ella había nacido en el corazón de la manada, pero desde su primer aliento, la habían llamado como una Maldición. Castigo.

-Si el consejo se entera… nos quitarán nuestra bebé. 

- O peor. Los culparán a ustedes. -Dijo la partera limpiando sus manos ensangrentadas. 

-¡Callate! No quiero oír más.-Gritó el hombre.

La cuna crujía. Las mantas que la envolvían olían a miedo. Sus primeros sentidos como bebé llegando al mundo la empapaban de rechazo.

***

Gritaban. Siempre gritaban.

-¡Bruja! -Chilló una voz aguda, justo antes de que la piedra golpeara su hombro. -¡Maldita! ¡Tiene los ojos de un demonio! ¡Waa que no te mire!-Gritaban los niños entre risas.

Ella, con seis inviernos apenas contados, no respondió. Solo apretó los labios mientras el ardor le subía por el brazo y la sangre comenzaba a manchar su camisa raída. Las risas se alzaron como aves carroñeras. Eran muchos, pero ella sola. Siempre sola.

Recordaba la tierra húmeda en sus pies, la hojarasca pegándose a sus pies barrosos, y cómo temblaban sus manos cuando intentaba cubrirse la cabeza.

Un niño más grande, de nombre olvidado pero rostro eterno en la memoria, se acercó con una rama seca como lanza. La miró con los ojos fríos de los que aprenden a odiar antes de entender qué es el amor. La apuntó con este y habló.

-No eres una loba de esta manada, error de la naturaleza.

Y la empujó al barro.

***

Anatema se despertó de golpe.

El techo de su cabaña crujió con el viento. Por una de las rendijas, un rayo de luz pálida cortaba la oscuridad con desgano. Afuera, los árboles susurraban secretos que ya no le interesaban.

Se llevó una mano al hombro, donde alguna vez la golpeó una piedra. La piel ya no dolía, pero algo más profundo sí.

Se sentó en su camastro de pajas secas cubierto por una tela que cumplía como una cama. 

Se cubrió con su sábana que no era más que una manta remendada tantas veces que parecía un mosaico de retazos. El frío aún no era tan cruel, pero se sentía en los huesos. Pronto llegaría el invierno. Otro más.

Se puso de pie con lentitud. La madera del piso crujió bajo su peso leve. Todo en ella era liviano: sus pasos, su aliento, su existencia. Parecía hecha para no dejar huella.

Caminó hasta el espejo astillado que colgaba de una cuerda en la pared. Se miró los ojos.

-Son marrones -Murmuró para sí, como cada mañana después de esos sueños extraños..

Los demás decían que eran negros. Como pozos sin fondo. Como señales del mal.

Ella sabía la verdad. O quería creer que lo sabía.

Con manos ásperas por trabajar la tierra, peinó su cabello blanco con los dedos. Era largo, rebelde, y tan pálido como la luna llena. Otro de sus pecados. Lo trenzó con cuidado y se colocó un vestido, también, tan remendado y arreglado como su manta. No le preocupaba, los vestidos eran mejor porque se trataba de una sola pieza fáciles de colocar y sacar cuando se transformaba. 

Suspiró y se giró hacia la puerta. Afuera la esperaba el trabajo, si quería sustentarse para el invierno debía trabajar en su huerto, intentar atrapar algo aunque la caza no fuera lo suyo. Cuidar de sus hierbas que colgaban del alero. 

Salió al exterior donde los animales huían, donde no se oía el más mínimo piar de aves, ni se veían criaturas que llegaran a aquella zona del bosque. Igual que su manada, le rehuían. 

Pero aún no era tiempo de llorar. Ni de recordar. Hoy tenía que cuidar que las cosas crecieran. Por suerte la vegetación no huía de ella. 

Ana había sido criada por sus padres durante cinco años a regañadientes. No con amor, sino con la obligación de ser sus progenitores. Le hablaban poco. La tocaban menos. Su madre lloraba cada vez que la miraba. Su padre la evitaba como si fuera contagiosa.

Y una noche, sin palabras, la llevaron lejos.

“Es solo por un tiempo”, había dicho su madre mientras la dejaba en la cabaña al borde del bosque, con una bolsa de pan duro y una manta. “Alguien vendrá. Pronto.”

Pero nadie llegó. Ni esa noche, ni al día siguiente… Ni nunca

Lloró del miedo, de hambre, se durmió del cansancio de derramar lágrimas, pero al cabo de unos días encontró una canasta frente a la puerta. Comida y algunos objetos que no sabría cómo usar.  Otras veces veía leña apilada y un día simplemente le dejaron el instrumento para que lo hiciera por ella misma. 

Lo mismo con las raciones de comida, un día dejaron de llegar, en su lugar, a lo lejos veía personas que parecían asegurarse si aun estaba allí y luego se marchaban. 

Cuando cumplió doce años vió por primera vez a otras personas más cerca. Unos niños que miraban en dirección de su cabaña y se burlaban de otro. 

-Vamos, eres un miedoso. -Decía otro. 

-No lo soy. -Peleó ante las burlas. 

-Sólo arroja esa piedra ¿No dijiste que tu no eras un miedoso? 

El niño miraba la piedra en su mano con los labios apretados. Dudó. Anatema, desde la sombra de su cabaña, los observaba sin moverse. No porque no tuviera miedo, sino porque ellos no se habían dado cuenta que ella los estaba viendo. 

-¿Qué pasa? ¿tienes miedo de que te vaya a embrujar? -Se burló uno de los mayores. -Si no tienes cuidado, se te van a pintar los pelos como los de ella.

El niño tragó saliva. Entonces lanzó la piedra golpeando la puerta de la cabaña. No en la ventana donde estaba ella, pero eso no importaba. La intención había sido clara.

Los demás aplaudieron, celebrando su valentía como si hubiera cazado un oso salvaje. El niño cruzó miradas con ella, y Ana supo que la había visto y aun así no tiró en su dirección. Evitó mirarla mientras se marchaban entre risas, empujándose unos a otros, orgullosos de haber enfrentado el mito. La bruja. La maldita.

Anatema no se movió hasta que las voces se extinguieron por completo. Entonces, muy despacio, salió de la sombra de su cabaña y recogió la piedra. Era común, sin filo. Su peso era real y creía sentirla un poco tibia por el niño que acababa de sostenerla. La dejó nuevamente cerca de la puerta.

Terminó de remover la tierra de su huerto y suspiró ante los recuerdos, hoy era un día con muchos tormentos. 

Entró de nuevo. Una olla burbujeaba con agua tibia y raíces secas. El aroma de las hierbas llenaba el aire como un abrazo áspero. Se sentó junto al fuego y apoyó la cabeza sobre las rodillas, cansada.

El mundo no la quería. Ni siquiera los animales se acercaban. Pero la tierra… la tierra sí.

Las raíces crecían más rápido bajo sus manos. Las semillas que ella misma enterraba brotaban con más fuerza que las que simplemente arrojaba al viento. No era bruja. No era un monstruo. Ella se lo repetía mucho, para repeler a todos los que decían lo contrario. 

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