Mundo ficciónIniciar sesiónSin Nombre II
Al día siguiente
El invierno todavía no había llegado, pero ya se sentía en el aire. Las hojas crujían con más pereza, los árboles parecían inclinarse más, y el cielo llevaba días sin dejar que el sol se mostrara.
Anatema estaba revisando los estantes de madera que usaba como despensa: tres frascos con raíces secas, un manojo de hongos colgado al lado del alero, algunos frascos en conserva de verduras que había comenzado a preparar para abastecer, dos trozos de carne ahumada que había conseguido con dificultad. No alcanzaría para mucho. Pero siempre era así… aún tenía un poco de tiempo antes de que las heladas mataran su cultivo.
Levantó la vista cuando el crujido de ramas la hizo tensarse.
Alguien venía.
Se acercó a la ventana y notó a una anciana bajar por el sendero de tierra. Se detuvo un momento mirando en dirección a su humilde cultivo.
Seguramente le debía dar risa la poca variedad y el pobre estado del cercado que improvisó para que no fuera atacado por roedores. No le dio mucha importancia y continuó bajando.
La anciana caminaba con paso lento pero seguro, apoyándose en un bastón de madera torcida. Su cabello, recogido en un moño bajo, era más gris que blanco, y sus ojos, pequeños y hundidos, no mostraban hostilidad… pero tampoco calidez.
Golpeó la puerta de la cabaña con el bastón y esperó allí de pie.
Era extraño, normalmente dejaban la canasta y se iban, alguna vez un anciano había hablado con ella para indicarle donde no podía ir y las consecuencias que sufriría si se acercaba a algún miembro de la manada. Pero de eso habían sido años también.
-Traje algunas cosas. -Dijo en un tono impaciente. Ana respiró hondo y exhaló. Abrió la puerta sin saber qué esperar de esa visita. La mujer la miró de pies a cabeza
y torció la boca con desagrado. Era por el estado de sus manos, sucias por la tierra, su ropa raída y corta, se notaba que ese vestido no era para alguien de su edad.. a lo cual debía reconocer que la niña no aparentaba 18 años, sino unos quince en altura y complexión.
Cruzó la puerta con cuidado y dejó una canasta sobre la mesa. Anatema no se movió de su sitio. La miraba con una mezcla de curiosidad y resignación. Sabía cómo funcionaba esta visita: la mujer revisaba, observaba, se aseguraba de que siguiera viva… y luego se iba.
O por lo menos así había sido en otras oportunidades.
La anciana se tomó su tiempo. Examinó la cabaña con mirada crítica. Tocó las paredes, el techo, incluso el fuego que ardía en el pequeño brasero de hierro.
-Has mantenido esto en pie mejor de lo que esperábamos. -Murmuró.
Anatema no respondió. Solo la observaba.
-Dentro hay mantas nuevas. -Continuó la mujer, señalando la canasta. -Algunas ropas también, son usadas, pero útiles. No vas a sobrevivir este invierno sin ellas. -Dijo mirando sus pies descalzos.
Se hizo un silencio. nuevamente… Entonces, Anatema se reunió de valor y habló.
-¿Sabe algo de mis padres? -Qué otra cosa podía preguntarle a esa mujer, que otra cosa podía necesitar de ella.
Su voz era suave, pero firme. Como si la hubiera estado guardando durante años. La anciana levantó la vista, sorprendida. La miró con extrañeza primero, y luego con un dejo de lástima que no le sentaba bien en el rostro.
-Es extraño… -Dijo, frunciendo el ceño. -Creo que nunca había escuchado tu voz.
Anatema esperó paciente y la mujer suspiró por los ojos que no la dejaban.
-Se fueron.-Declaró sin mucho interés. - Hace mucho. Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que los vi. Marcharon con otros hacia el este, después de las guerras con los Ash Fangs (Colmillos de Ceniza) Dudo que regresen.
Anatema asintió con lentitud, como si esa respuesta no la sorprendiera, pero igual doliera. No sabía qué esperaba. Tal vez una excusa. Tal vez una mentira piadosa. Pero la verdad también era algo que no esperaba, el hecho de que se fueran sin antes mostrar su rostro una vez por aquella cabaña olvidada.
-Debo hacer mi informe. Agregó la anciana hablando para ella misma. -El consejo quiere saber si estás… estable. Si no representas un peligro. Ya sabes. -Ana no sabía a qué se refería. ¿Cómo lo sabría? Nadie nunca le dijo cuál era el problema de ella, sólo repetían que estaba maldita.
-¿Para quién? -Preguntó Anatema con voz queda.
La mujer la miró, esta vez sin poder esconder cierta incomodidad. No respondió y cambió de tema.
-Tus cultivos siguen creciendo bien. -Dijo con curiosidad. -¿Siguen prosperando bien cuando los tocas?- Ana frunció el ceño. ¿Había algún problema si ella los tocaba?
Anatema bajó la mirada, era porque estaba maldita, obvio creería que sus manos secarían las plantas.
-No lo sé. -Mintió, aunque quería alardear de que era al contrario de lo que todos creían, con sus cuidados las plantas y vegetales crecían enormes y sabrosos. Su maldición no los secaba o mataba.
La anciana la observó un instante más, luego dio media vuelta.
-El invierno será duro. No desperdicies nada… vendré pronto, si necesitas algo dilo ahora.
No pidió nada, jamás lo había hecho y no sabría que desear que no fuera lo ya dado, comida y mantas.
Cuando la anciana se marchó, Anatema no se movió por un largo rato. Siguió de pie en el umbral, sintiendo cómo el silencio volvía a su cabaña con un peso familiar. Observó la canasta. No era la primera que recibía, pero por alguna razón, esta visita había dejado una marca más profunda. Tal vez fue la mención de sus padres. O tal vez fue su propia voz, dicha en voz alta después de tanto tiempo.
Recién cuando el frío empezó a colarse por la puerta, se permitió moverse. Guardó las mantas con cuidado, inspeccionó los vestidos viejos, uno tenía remiendos recientes, hecho por manos torpes o apuradas. Ordenó todo en su lugar. Quedaban pocas horas de luz, pero no tenía ánimos de salir a trabajar en el huerto, por lo que simplemente salió afuera por leña. Debía preparar una buena cantidad para pasar la noche.
***
La mañana del banquete
Al día siguiente, mientras recolectaba agua en el río, escuchó murmullos a lo lejos, Se quedó quieta en su lugar, notando cómo las voces se iban acercando. Era extraño, las personas de la aldea evitaban acercarse a su cabaña y nunca había visto a las mujeres deambular por la zona. ¿Vendrían a golpearla? ¿A apedrear su casa? Se escondió entre la vegetación y los árboles. Entonces las vió pasar cerca revisando el suelo, a juzgar por sus canastas, juntando hongos comestibles y frutos de temporada.
-No he visto una maldita ardilla o roedor desde que vinimos, al final será cierto que no vale la pena venir por aquí.
-Uno creería que al no habituar la zona sería más fácil encontrar presas, pero este bosque está vacío, da miedo. -La chica que tenía un arco y flecha miraba las copas de los árboles mientras hablaba.
-Maldición, estoy frita si no logro cazar algo más en estos días, en cualquier momento nevará y ya no habrá forma. ¿Crees en lo que dicen los ancianos? ¿Qué es culpa de la bruja?
-Amiga ¿En verdad crees eso? Jamás he visto a esa persona, ahora estamos en el supuesto lado prohibido y no veo nada. -Aprovechó la distracción de su amiga y con pasos lentos detrás de ella se acercó. -Waaah. -Gritó asustando tomando las costillas de su amiga robando un grito.
-Idiota ¿Quieres matarme? -Su amiga se tomaba el estómago burlista y Ana también sonrió al escucharlas. No parecían malas personas y al parecer no creían que fuera una Maldita.
-Pero hablando en serio. Debe existir. -Insistió. - Al parecer están pensando en invitarla a un banquete. -Ana frunció el ceño tras escuchar.
¿A ella?
-¿Eh? ¿De donde sabes eso? -Preguntó divertida aun sin creer a su amiga.
-Lo digo de verdad, sabes que mi Abuela está en el concejo, la oí hablar con mi padre. -Ante eso la otra chica pareció tomar con seriedad las palabras.
-¿Entonces? -Preguntó con interés.
-Entonces nada, parece que viene alguien importante también, están cómo locos porque es de la manada Imperial Moon. Por eso te busqué para cazar, necesitaba salir de esa casa de locos.
-Amiga… -La chica señaló algo arriba y Ana se asustó de ser atrapada, pero al girar con cuidado en la dirección que miraban notó la columna de humo que salía de su casa, era la chimenea. -Debe ser la cabaña de la bruja. -Dijo intentando asustarla nuevamente. -¿Quieres ir? -Propuso divertida.
-Ni loca. Ve sola. -La chica acomodó su canasto y se giró en dirección contraria.
Esa misma tarde, a su regreso a la cabaña no pudo parar de pensar en lo que había escuchado.
Ana estaba encorvada junto al fuego, moliendo raíces secas para preparar un ungüento, cuando escuchó los pasos acercarse por el camino.
Se levantó en silencio, sus manos aún manchadas de tierra, y se acercó a la ventana para mirar a través de la piel curtida que cubría el marco. Lo vio entonces: tres figuras caminando por el sendero nevado hacia su puerta. Dos ancianos y un guardia.
Ana no se movió. Esperó.
Cuando golpearon, no lo hicieron con violencia. Tres toques secos. Rítmicos. Ceremoniales.
Abrió sin decir palabra.
-Anatema, hija de Talia. -Dijo la anciana con voz seria gastada por los años. -El Consejo solicita tu presencia. Ella aún se había quedado helada de escuchar su nombre ¿Cuándo fue la última vez que alguien la había llamado así?
-¿El Consejo? -Preguntó Ana regresando, sin ocultar su desconcierto.
-En este día… Por la noche se celebrará el Banquete para las hembras que alcanzaron la mayoría de edad. -Continuó el anciano, sin mirar dentro de la cabaña. -Como dictan las tradiciones, todos los hijos vivos de sangre de esta manada deben asistir. Incluida tú.
La palabra “hija” sonó hueca. Como si fuera solo una etiqueta formal, no un vínculo real.
Ana bajó la vista hacia sus manos, sucias de raíces y resina. Luego levantó la barbilla.
-Nunca antes me invitaron.
-Ahora es diferente -Dijo la mujer, seca. -El Alfa ha dispuesto tu presencia. Serás honrada, como corresponde a una joven que llega por primera vez al salón principal.
El anciano dio un paso al frente. Su tono se suavizó apenas.
-Entendemos que no estés acostumbrada a este tipo de actos, niña. Por eso se te proporcionará ropa nueva. Alguien vendrá a buscarte para la preparación. Te sugerimos… que no rechaces este llamado.
La anciana la observó fijamente. En su rostro no había calidez, pero sí una especie de respeto forzado por la fuerza de la costumbre.
-Presentarse ante la manada es un deber. Pero también puede ser... una oportunidad. -Dijo, y sus ojos grises destellaron con burla.
No entendía muy bien a qué se debía el cambio, pero estaba esperanzada de poder ir y conocer el lugar que se supone, pertenece. Ella también era de la manada.







