Ella solo quería pagar la deuda de su familia, pero terminó firmando un contrato de matrimonio con el hombre más frío y poderoso de la ciudad. Él nunca creyó en el amor, hasta que esa mujer sencilla comenzó a cambiarlo todo. Entre secretos, traiciones y una pasión que no podían negar, ambos descubrirán que el destino tenía otros planes.
Leer másEl reloj marcaba las once de la noche cuando Elena Ramírez entró temblando en el despacho de mármol. Las paredes estaban forradas de estanterías con libros de leyes y contratos, y el aire olía a cuero caro mezclado con café recién hecho. Cada paso que daba resonaba contra el suelo brillante como si la sala entera quisiera recordarle lo fuera de lugar que estaba allí.
Frente a ella, sentado tras un escritorio imponente, se encontraba Alejandro Torres, el joven multimillonario que controlaba medio México con sus empresas. Su reputación lo precedía: un hombre frío, calculador, acostumbrado a que todos obedecieran sus órdenes. Vestía un traje oscuro perfectamente ajustado y su mirada, tan afilada como el filo de un cuchillo, se clavó en ella como si pudiera leer sus pensamientos más íntimos.
—Así que eres la hija del señor Ramírez —dijo él sin molestarse en saludarla, hojeando un fajo de documentos—. Tu padre me debe diez millones de pesos.
Elena apretó los puños. Sentía que las piernas le temblaban, pero no podía permitirse mostrar debilidad.
Alejandro alzó una ceja, como si hubiera anticipado esa respuesta.
Elena tragó saliva. Su familia estaba al borde de la ruina y esa deuda había caído sobre ellos como una sentencia de muerte. Pensó en su madre enferma, en sus hermanos menores que aún iban a la escuela. Tenía que encontrar una solución, cualquier cosa que pudiera salvarlos.
Pero entonces Alejandro se levantó de la silla. Con pasos lentos rodeó el escritorio y se detuvo frente a ella. Era alto, imponente, y la diferencia de estatura la hizo sentirse más pequeña de lo que ya estaba. Extendió un documento y lo colocó sobre la mesa que los separaba.
—No me interesa tu dinero —dijo con una calma perturbadora—. Lo que quiero… es a ti.
El corazón de Elena dio un vuelco.
Él sonrió, pero su sonrisa no tenía nada de amable.
Elena retrocedió un paso, como si aquellas palabras hubieran sido un golpe.
Alejandro apoyó ambas manos sobre la mesa, inclinándose hacia ella. Su perfume caro llenó el espacio entre ellos, mezclándose con la tensión que podía cortarse con un cuchillo.
La joven sintió que el aire se escapaba de sus pulmones. Miró el contrato con letras frías y legales, y luego a Alejandro, que la observaba con la seguridad de quien ya había ganado. Su mente se llenó de preguntas: ¿Por qué ella? ¿Por qué un hombre como él querría atarse a alguien como ella?
—No entiendo —balbuceó—. Con su poder y su dinero, podría casarse con cualquier mujer que quisiera. ¿Por qué yo?
Él se enderezó y cruzó los brazos.
Elena sintió que las piernas le flaqueaban.
Alejandro sonrió con frialdad.
Elena cerró los ojos por un instante. Pensó en la casa que estaba a punto de ser embargada, en su madre postrada en cama, en sus hermanos pequeños que dependían de ella. La rabia y la impotencia se mezclaron en su interior. No quería ceder, no quería convertirse en la marioneta de ese hombre arrogante, pero… ¿qué otra opción tenía?
—¿Y si digo que no? —preguntó con un hilo de voz.
Él se inclinó sobre ella, acercándose lo suficiente para que pudiera ver el brillo gélido de sus ojos.
El silencio se hizo pesado. El contrato permanecía sobre la mesa, con una pluma elegante a un lado, esperando su firma como un verdugo paciente.
Elena sintió un nudo en la garganta. Parte de ella quería huir, gritar, destruir aquel papel y escapar de esa oficina lujosa que parecía una cárcel. Pero otra parte, la parte que conocía la realidad de su familia, sabía que no podía permitirse esa rebeldía.
Sus dedos temblaron al acercarse al documento. Alejandro no dijo nada; solo la observaba con una mezcla de arrogancia y expectación.
En ese momento, Elena se preguntó si ese contrato sería el fin de su vida… o el inicio de una historia que jamás hubiera imaginado.
Con el corazón latiendo desbocado, tomó la pluma.
La mansión parecía un campo de guerra silencioso. Desde el ataque, cada pasillo estaba vigilado, cada entrada sellada con guardias adicionales. Elena caminaba por el corredor acompañada de Camila, pero ni así podía librarse de la sensación de ser observada.—Señora, ¿está bien? —preguntó la muchacha con voz baja.—Sí… —mintió Elena, aunque la verdad era que el miedo le había calado hasta los huesos.En ese instante, un guardia pasó frente a ellas. Elena notó que evitaba mirarla directamente. Ese detalle, insignificante en apariencia, despertó en ella un mal presentimiento.Más tarde, mientras cenaba en silencio con Alejandro, reunió el valor para hablar:—No confío en tus guardias.Alejandro levantó la mirada del plato.—¿Qué insinúas?—Que alguien los dejó entrar. El intruso no podría haber atravesado toda la seguridad sin ayuda.Por un momento, Alejandro guardó silencio. Luego apoyó los cubiertos y entrelazó los dedos, como si meditara sus palabras.—He pensado lo mismo.Elena se es
Elena no podía conciliar el sueño. Desde que Camila la había despertado con la noticia del intento de intrusión, cada sombra parecía una amenaza, cada ruido un presagio. La mansión, que ya le parecía sofocante, ahora se sentía como una trampa de cristal: grande, lujosa, pero frágil frente a enemigos invisibles.Se levantó de la cama y caminó hacia el balcón. El aire frío de la madrugada la golpeó, despejando un poco su mente. Observó el jardín, oscuro y silencioso, como si nunca hubiera pasado nada. Pero en su interior, sabía que alguien había estado allí… y que volvería.Un chasquido la sacó de sus pensamientos. Provenía del pasillo. Se giró con el corazón acelerado.—¿Alejandro? —susurró, saliendo de la habitación.El pasillo estaba iluminado por la luz tenue de las lámparas nocturnas. Avanzó descalza, cuidando de no hacer ruido. El sonido se repitió: un crujido de madera, como si alguien pisara deliberadamente.Elena contuvo la respiración. Dio un paso más y, de pronto, una sombra
Elena despertó con la sensación de que algo había cambiado. La confesión velada de Alejandro la noche anterior seguía repitiéndose en su mente: “Tal vez me equivoqué contigo.”Esas palabras no solo la habían sorprendido, también la habían dejado con un cosquilleo extraño en el pecho. ¿Era respeto lo que empezaba a ver en sus ojos… o una estrategia más para mantenerla confundida?Mientras se vestía, notó un sobre blanco deslizado bajo su puerta. Su corazón dio un salto. Se agachó y lo recogió con manos temblorosas. No había remitente, solo su nombre escrito con una caligrafía apresurada.Lo abrió con cautela. Dentro había una sola hoja:"Ten cuidado en quién confías. El enemigo duerme bajo el mismo techo."Elena sintió que la sangre le helaba. Miró alrededor, como si alguien pudiera observarla desde la sombra. ¿Quién había dejado esa nota? ¿Y a quién se refería?En el desayuno, trató de comportarse con normalidad, pero la inquietud no la dejaba tranquila. Alejandro notó su nerviosismo.
Elena amaneció con la mente revuelta. Apenas había pegado el ojo tras la aparición de aquella figura bajo su ventana. La amenaza de Alejandro aún resonaba en su cabeza, fría y tajante como un cuchillo: “Si inventas historias, las consecuencias serán tuyas.”No estaba loca. De eso estaba segura. Y aunque Alejandro no lo creyera, alguien había estado observándola en la oscuridad.Bajó al comedor más tarde de lo habitual. La mesa ya estaba servida y Alejandro la esperaba, traje impecable, café en mano, como si no hubiera dormido un minuto menos que de costumbre.—Llegas tarde —dijo sin levantar demasiado la voz, pero con ese tono que la hacía sentir juzgada.—No pude dormir —respondió Elena con sinceridad.Alejandro dobló el periódico, la miró con sus ojos oscuros y penetrantes y, tras un silencio incómodo, preguntó:—¿Aún con lo de anoche?—Lo vi, Alejandro. No lo imaginé.Él apretó la mandíbula, como si contuviera una respuesta mordaz. Finalmente, se levantó de la mesa y dijo:—No pien
Elena no pudo dormir aquella noche. Se quedó sentada en la cama, abrazando sus rodillas, con la mente dando vueltas alrededor de lo que había visto. La silueta en el jardín seguía grabada en sus retinas: una sombra moviéndose con cautela, demasiado cerca de la mansión, demasiado consciente de su presencia.Por más que trataba de convencerse de que podía haber sido un guardia, un jardinero o incluso una ilusión provocada por el cansancio, algo dentro de ella le decía que no era así. Esa figura había estado observándola. Lo había sentido.Al amanecer, sus ojos ardían de tanto no dormir. Aun así, se arregló y bajó al comedor. Alejandro ya estaba allí, como siempre, impecable, leyendo su periódico y tomando café como si el mundo entero le perteneciera.—Pareces cansada —comentó sin mirarla directamente.Elena dudó unos segundos. ¿Debía contarle lo que había visto? Quizás era mejor callar. Pero el recuerdo de la sombra la había dejado demasiado inquieta.—Anoche vi a alguien en el jardín —
Elena pasó el resto de la mañana recorriendo la mansión. No porque quisiera, sino porque sentía que, si se quedaba encerrada en esa habitación enorme, iba a asfixiarse.Los pasillos parecían interminables, cada puerta conducía a una sala distinta: un salón de música con un piano de cola negro brillante, una biblioteca con cientos de volúmenes que olían a cuero antiguo, una sala de estar con sofás de terciopelo, un gimnasio privado, incluso una piscina techada que parecía sacada de un hotel cinco estrellas.Todo era majestuoso, perfecto, caro… pero frío. Cada habitación transmitía la misma sensación: lujo sin vida, belleza sin alma. Como si Alejandro hubiera comprado todo solo para demostrar que podía, no para disfrutarlo.Elena caminaba despacio, tocando las superficies con las yemas de los dedos, intentando convencerse de que todo aquello era real. Pero cuanto más veía, más se convencía de que estaba en una jaula de oro: brillante por fuera, vacía por dentro.—¿Le muestro el ala este
Último capítulo