El sol entraba temprano por la ventana, bañando la habitación con una claridad dorada. Lucía se movió apenas entre las sábanas, buscando el calor que ya no estaba a su lado. Alexander, como siempre, se había levantado antes. Podía oírlo en la cocina, tarareando una melodía improvisada mientras preparaba café.
Era una escena simple, pero para ella lo significaba todo.
Durante años había soñado con un amor tranquilo, con una vida donde las risas no dolieran y las promesas se cumplieran. Ahora, cada mañana junto a Alexander era la prueba de que ese sueño se había vuelto real.
—Buenos días, dormilona —dijo él cuando la vio aparecer, despeinada, con una sonrisa todavía somnolienta.
—No todos tenemos tu energía a las seis de la mañana —bromeó ella, acercándose a oler el café recién hecho.
Él rió, le sirvió una taza y la observó mientras se sentaba frente a él.
—¿Sabes? Cada día que te veo, me convenzo más de que todo lo que dejamos atrás valió la pena.
Lucía bajó la mirada, conmovida. —A ve