La nueva ciudad olía a café recién hecho y a promesas que aún no habían sido rotas. Lucía y Alexander llegaron con lo poco que tenían: dos maletas, algunos ahorros, y la firme decisión de empezar otra vez. El tren los había dejado en una estación modesta, rodeada de calles tranquilas, tiendas pequeñas y la clase de gente que saludaba sin conocerte.
Lucía respiró profundo. —No parece mucho —dijo con una sonrisa leve—, pero se siente… diferente.
Alexander la miró, cargando las maletas en silencio. —Lo diferente no siempre es malo. Es solo el principio.
Encontraron un pequeño departamento en una zona humilde pero limpia. Las paredes estaban desgastadas, el suelo crujía, y las cortinas olían a humedad; sin embargo, esa noche, cuando Lucía se recostó sobre el colchón y Alexander apagó la lámpara, ambos sintieron algo que hacía mucho no experimentaban: paz.
Los días siguientes fueron un torbellino.
Lucía comenzó su nuevo trabajo en el restaurante “Alma de Sabor”, una franquicia que buscaba