El sol apenas asomaba por los ventanales cuando Elena abrió los ojos. Apenas había dormido unas horas: la cama le resultaba demasiado grande y la habitación, aunque hermosa, le parecía fría, como un museo donde estaba prohibido tocar nada. La noche anterior había llorado hasta quedarse exhausta, y aún tenía los ojos hinchados.
Se levantó lentamente, con la sensación de que un peso invisible se había posado sobre sus hombros. Caminó hasta el baño y se miró en el espejo. La joven sencilla que conocía parecía haberse desvanecido. Frente a ella había una mujer distinta: la “señora Torres”, una esposa por contrato que había vendido su libertad para salvar a su familia.
El agua fría sobre su rostro la despertó un poco, pero no borró el cansancio ni la angustia. Respiró hondo, recordando las palabras de Alejandro:
No quería darle el gusto de verla débil ni asustada. Si debía enfrentar ese nuevo mundo, lo haría con la cabeza en alto.
Buscó en el armario y descubrió que estaba repleto de ropa nueva: vestidos elegantes, zapatos de diseñador, accesorios que nunca habría podido comprar con sus propios medios. Cada prenda tenía aún las etiquetas, como si alguien hubiera preparado todo antes de su llegada.
“Así que lo planeó todo desde el principio…”, pensó, con una mezcla de indignación y resignación.
Eligió un vestido sencillo de tono claro, aunque en realidad cualquiera de esas prendas parecía demasiado para ella. Se vistió despacio, arregló su cabello con las manos temblorosas y salió de la habitación.
El pasillo era largo, adornado con cuadros de paisajes y esculturas modernas. A cada paso, Elena sentía que estaba entrando más y más en un territorio hostil, donde todo parecía recordarle que no pertenecía.
Al llegar al comedor, se encontró con una mesa interminable, cubierta de platos que parecían sacados de un banquete: frutas frescas, panes recién horneados, jugos, café humeante, huevos preparados de varias formas. Todo dispuesto con una perfección que rozaba lo absurdo para ser solo un desayuno.
Alejandro ya estaba allí, sentado en la cabecera, hojeando el periódico como si nada. Llevaba un traje oscuro impecable y parecía recién salido de una portada de revista. No se levantó al verla, ni siquiera sonrió. Solo alzó la mirada brevemente, y luego volvió a leer.
—Llegaste puntual —comentó con voz neutra—. Eso es un buen comienzo.
Elena apretó los labios, intentando ignorar el tono condescendiente de sus palabras. Se sentó en silencio en la silla más cercana, aunque la distancia entre ambos seguía siendo enorme debido al tamaño de la mesa.
Durante varios minutos, solo se escuchó el tintinear de los cubiertos y el pasar de páginas del periódico. Elena sentía que el silencio era una tortura planeada. No soportaba aquella indiferencia, pero tampoco sabía qué decir.
Finalmente, Alejandro habló sin apartar la vista del periódico:
Elena lo miró, incrédula.
Alejandro dejó el periódico sobre la mesa y la miró fijamente.
Elena sintió que la sangre le hervía.
Alejandro sonrió con frialdad.
Las palabras la golpearon como un látigo. Apretó los puños bajo la mesa, luchando por no estallar. No quería darle el placer de verla perder el control.
En ese momento, la puerta se abrió y entró una joven de unos veinticinco años, con uniforme de sirvienta. Llevaba una bandeja con más panecillos y café. Tenía el cabello recogido y unos ojos vivaces que contrastaban con su postura humilde.
—Señor Torres, señora Torres —saludó con una leve reverencia—. Soy Camila, la encargada de la cocina. Si necesita algo, no dude en pedírmelo.
Elena le sonrió agradecida, un gesto humano en medio de tanta frialdad.
Camila le devolvió una sonrisa discreta antes de salir. Ese pequeño intercambio fue suficiente para que Elena sintiera un poco de alivio. Quizás no todo en esa casa estaba en su contra.
Alejandro, sin embargo, notó el detalle y arqueó una ceja.
Elena lo miró indignada.
Él se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa. Sus ojos se clavaron en los de ella con una intensidad que la hizo estremecerse.
Elena apartó la mirada, mordiéndose el labio. Sabía que discutir con él era inútil, pero cada palabra suya encendía una chispa de rabia dentro de ella.
El desayuno terminó en un silencio incómodo. Alejandro se levantó primero, ajustó su corbata y tomó su maletín.
Elena lo observó salir, con paso firme y seguro, como si todo el mundo le perteneciera. Cuando la puerta se cerró detrás de él, soltó un suspiro que llevaba conteniendo desde que había entrado.
Miró la mesa llena de comida. Había tanto, y sin embargo ella no tenía apetito. Lo único que sentía era un vacío enorme, una mezcla de enojo y tristeza.
Se quedó allí, en silencio, pensando en la vida que le esperaba en aquella mansión. Una vida donde cada movimiento estaba vigilado, cada palabra tenía consecuencias y cada gesto podía interpretarse como debilidad.
Pero también, en ese instante, tomó una decisión silenciosa: si Alejandro quería que fuera sumisa, estaba muy equivocado. Puede que él tuviera el poder, pero ella no iba a rendirse sin luchar.
El desayuno con el enemigo había terminado, pero la guerra apenas comenzaba.