Elena no pudo dormir aquella noche. Se quedó sentada en la cama, abrazando sus rodillas, con la mente dando vueltas alrededor de lo que había visto. La silueta en el jardín seguía grabada en sus retinas: una sombra moviéndose con cautela, demasiado cerca de la mansión, demasiado consciente de su presencia.
Por más que trataba de convencerse de que podía haber sido un guardia, un jardinero o incluso una ilusión provocada por el cansancio, algo dentro de ella le decía que no era así. Esa figura había estado observándola. Lo había sentido.
Al amanecer, sus ojos ardían de tanto no dormir. Aun así, se arregló y bajó al comedor. Alejandro ya estaba allí, como siempre, impecable, leyendo su periódico y tomando café como si el mundo entero le perteneciera.
—Pareces cansada —comentó sin mirarla directamente.
Elena dudó unos segundos. ¿Debía contarle lo que había visto? Quizás era mejor callar. Pero el recuerdo de la sombra la había dejado demasiado inquieta.
—Anoche vi a alguien en el jardín —