Elena permanecía sentada en aquella silla de cuero demasiado grande para ella, frente al contrato que parecía brillar bajo la luz del despacho como un símbolo de condena. Sentía que el aire era demasiado pesado, que las paredes se cerraban a su alrededor y que el hombre frente a ella, Alejandro Torres, estaba disfrutando de cada segundo de su agonía.
El silencio del lugar era sofocante. Solo se escuchaba el tic-tac del reloj antiguo colgado en la pared y el murmullo lejano de la ciudad nocturna que entraba por los ventanales. Elena quería hablar, quería protestar, pero la garganta se le cerraba. Cada vez que miraba la pluma junto al contrato, un escalofrío le recorría la piel.
Alejandro, mientras tanto, parecía no tener prisa. Revisaba un informe con toda calma, como si lo que ocurría allí no fuera más que un trámite aburrido en su apretada agenda. Su traje gris oscuro estaba perfectamente planchado, sus gemelos brillaban bajo la luz, y cada uno de sus movimientos transmitía control absoluto.
—¿Ya decidiste? —preguntó de repente, levantando los ojos de los papeles.
Su voz era firme, profunda, con un matiz de autoridad que no dejaba lugar a dudas. No sonaba como una pregunta, sino como una orden disfrazada.
Elena apretó las manos sobre sus rodillas.
Alejandro arqueó una ceja, como si sus palabras le resultaran ingenuas.
La voz de Alejandro no mostraba ni un atisbo de emoción, como si estuviera hablando de una transacción cualquiera, como si su vida, sus sentimientos, su libertad no tuvieran valor alguno.
Elena tragó saliva, sintiendo el sabor metálico del miedo en la boca.
Alejandro sonrió con un gesto apenas perceptible, una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Elena sintió que las piernas le temblaban bajo la mesa. Era como si él hubiera leído directamente en su corazón. Sí, tenía mucho que perder: su familia. Y sabía que Alejandro lo sabía. Ese hombre lo había calculado todo desde el principio.
El silencio volvió a caer entre ellos, pesado, asfixiante. Elena recordó a su madre, enferma en cama, a su hermano menor pidiendo dinero para sus útiles escolares, a su padre hundido en el fracaso y la culpa. Cada recuerdo era un golpe directo a su conciencia.
Ella no quería casarse con Alejandro Torres. No quería convertirse en la prenda de cambio de un negocio frío y despiadado. Pero tampoco podía abandonar a su familia.
Alejandro se levantó de su asiento y rodeó lentamente el escritorio hasta quedar frente a ella. Su presencia era imponente; su sombra la cubría casi por completo. La miró desde arriba con esos ojos oscuros que parecían capaces de desnudar su alma.
—Escúchame bien, Elena —dijo con voz baja, pero tan firme que la hizo estremecerse—. No tienes mucho tiempo. Si no firmas, mañana mismo tu familia estará en la calle.
Elena sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Tragó saliva, tratando de encontrar fuerzas, pero lo único que encontró fue un vacío enorme en el pecho.
Se inclinó hacia el contrato. La pluma parecía pesar toneladas. La tomó con la mano temblorosa. El papel estaba lleno de letras legales, cláusulas, condiciones… pero todo lo que ella veía era una sola frase que resonaba en su mente: “Tu vida ya no te pertenece.”
—No puedo… —murmuró, y soltó la pluma.
Alejandro la observó en silencio. No se enojó, no la presionó. Simplemente se inclinó un poco más cerca de ella, hasta que pudo sentir el calor de su respiración.
—Claro que puedes. Solo estás asustada. Pero recuerda, señorita Ramírez: el miedo pasa… las consecuencias no.
Elena cerró los ojos. Recordó las manos débiles de su madre sujetando las suyas. Recordó las lágrimas de su padre cuando admitió que había perdido todo. Recordó las risas inocentes de sus hermanos pequeños. Y supo que no podía permitir que todo aquello desapareciera.
Tomó aire y volvió a sujetar la pluma. Sus dedos temblaban, pero esta vez no dudó. Trazó lentamente su firma en el contrato, letra por letra, como si con cada trazo dejara atrás un pedazo de sí misma.
Cuando terminó, dejó caer la pluma sobre la mesa. Su respiración era agitada, su pecho subía y bajaba con rapidez. Sintió que el corazón le latía tan fuerte que podía salirse de su pecho.
Alejandro tomó el contrato y lo cerró con calma. No dijo nada durante unos segundos, simplemente la observó como un coleccionista que acaba de adquirir una pieza valiosa.
Finalmente, sonrió con satisfacción y murmuró:
Elena sintió un escalofrío recorrerle todo el cuerpo. Esa palabra, “señora Torres”, no sonaba como un título de respeto, sino como una cadena invisible que acababa de cerrarse alrededor de su cuello.
En ese instante supo que había dado un paso del que jamás podría regresar.