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Capítulo 5: La jaula de oro

Elena pasó el resto de la mañana recorriendo la mansión. No porque quisiera, sino porque sentía que, si se quedaba encerrada en esa habitación enorme, iba a asfixiarse.

Los pasillos parecían interminables, cada puerta conducía a una sala distinta: un salón de música con un piano de cola negro brillante, una biblioteca con cientos de volúmenes que olían a cuero antiguo, una sala de estar con sofás de terciopelo, un gimnasio privado, incluso una piscina techada que parecía sacada de un hotel cinco estrellas.

Todo era majestuoso, perfecto, caro… pero frío. Cada habitación transmitía la misma sensación: lujo sin vida, belleza sin alma. Como si Alejandro hubiera comprado todo solo para demostrar que podía, no para disfrutarlo.

Elena caminaba despacio, tocando las superficies con las yemas de los dedos, intentando convencerse de que todo aquello era real. Pero cuanto más veía, más se convencía de que estaba en una jaula de oro: brillante por fuera, vacía por dentro.

—¿Le muestro el ala este, señora Torres? —preguntó Camila, apareciendo de repente a su lado.

Elena dio un respingo, pero luego sonrió. La joven cocinera tenía una energía distinta a los demás empleados: sus ojos chispeaban curiosidad y simpatía, como si todavía conservara algo de humanidad en ese lugar tan rígido.

—Gracias, Camila, pero no quiero molestarte.

—No es molestia —respondió con un gesto travieso—. Además, si no aprende a orientarse, se perderá. Créame, a mí me pasó al principio.

Camila la condujo hacia un pasillo menos ostentoso, donde había varias puertas cerradas.

—Aquí están las habitaciones del personal. Y al fondo, la lavandería y la entrada de servicio. Si alguna vez quiere escapar de los invitados del señor Torres, este es el mejor escondite.

Elena rió suavemente, la primera risa verdadera que había dejado escapar desde que llegó. Esa sensación de complicidad, aunque pequeña, le devolvía un poco de calor.

Camila se inclinó hacia ella y susurró:

—No le diga que yo le conté eso, ¿eh? El señor Torres no soporta los “secretos”.

Elena asintió, guardando el secreto en su corazón como un pequeño tesoro.

Pasaron un par de horas en ese recorrido improvisado. Camila le mostró rincones que nadie usaba: un jardín escondido detrás de un muro cubierto de enredaderas, un balcón con vista a la ciudad, incluso un desván polvoriento donde aún se guardaban cajas con pertenencias antiguas.

—Es como vivir en un laberinto —murmuró Elena.

—Exacto —respondió Camila—. Un laberinto donde él siempre está en el centro.

La frase quedó flotando en el aire, pesada, cargada de verdad.

Por la tarde, Elena volvió a su habitación. Se dejó caer en la cama y miró el techo alto. Su mente no paraba de darle vueltas a la misma idea: había perdido su libertad. Pero… ¿y si podía recuperar aunque fuera un pedazo?

No tenía claro cómo, pero sabía que no podía quedarse cruzada de brazos. Tenía que conocer sus límites, entender a Alejandro, descubrir sus puntos débiles. Solo así podría encontrar una salida.

Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.

—Adelante —dijo con cautela.

Entró un hombre alto, de cabello canoso, vestido con traje impecable. Su porte imponía respeto.

—Buenas tardes, señora Torres. Soy Arturo, el administrador de la casa. El señor Torres me pidió que me asegurara de que todo esté en orden para usted.

Elena lo observó, intentando descifrarlo. Su tono era educado, pero distante, como alguien acostumbrado a seguir órdenes y a no cuestionarlas.

—Todo está bien, gracias.

Arturo inclinó la cabeza.

—Si necesita algo, cualquier cosa, debe comunicármelo a mí. No directamente al señor Torres. ¿Entendido?

Había algo extraño en esa aclaración. Como si Alejandro hubiera puesto un muro más entre ellos. ¿Quería evitar que lo molestara con detalles, o era otra forma de controlarla?

—Entendido —respondió Elena, aunque no podía ocultar del todo la incomodidad en su voz.

Cuando Arturo se marchó, la habitación volvió a quedar en silencio.

La tarde transcurrió lenta. Elena hojeó algunos libros de la biblioteca, caminó por el jardín y hasta intentó nadar en la piscina, pero nada conseguía distraerla del peso de su situación.

Al caer la noche, la cena fue igual de tensa que el desayuno. Alejandro habló poco, solo para dar instrucciones sobre eventos futuros y remarcar, una vez más, que esperaba puntualidad y obediencia. Elena apenas probó bocado.

Cuando regresó a su habitación, sintió que estaba a punto de derrumbarse. Se sentó frente al tocador y se miró en el espejo. La joven que veía allí parecía cada vez más lejana a la Elena que había sido.

Entonces escuchó algo.

Un murmullo.

Se tensó de inmediato. Se levantó y se acercó a la puerta, pero no venía de allí. El sonido parecía provenir del balcón. Caminó con cautela y abrió las cortinas.

Allí, en la oscuridad del jardín, distinguió una sombra moviéndose. Alguien estaba allí, demasiado cerca de la casa.

El corazón de Elena dio un vuelco. No sabía si era un empleado, un intruso… o algo peor.

La figura se detuvo, como si también la hubiera visto.

Elena retrocedió de golpe, el pulso acelerado. Cerró las cortinas y apoyó la espalda contra la pared, tratando de controlar su respiración.

Una cosa era clara: aquella mansión no solo era una jaula. También estaba llena de secretos. Y uno de ellos acababa de mostrarse frente a su ventana.

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