El auto de lujo avanzaba por la ciudad iluminada, dejando atrás los barrios que Elena conocía, las calles donde había crecido, los lugares donde alguna vez había reído y soñado. Ahora, cada kilómetro que recorría la alejaba más de su antigua vida y la acercaba a un futuro que no había elegido.
Sentada en el asiento trasero, miraba por la ventana con el rostro pálido, sintiendo un vacío inmenso en el pecho. La ciudad parecía burlarse de ella: parejas tomadas de la mano en las aceras, jóvenes riendo en los cafés, familias paseando juntas. Todo lo que ella quería estaba allí afuera, al alcance de cualquiera, menos de ella.
Alejandro, sentado a su lado, no parecía notar su angustia. O, peor aún, la notaba y disfrutaba de verla debatirse en silencio. Revisaba algunos documentos en su tableta, impecable en su traje oscuro, con ese aire de hombre que siempre tiene el control.
De vez en cuando, sus ojos se desviaban hacia ella, como si quisiera recordarle que ya era suya, que no tenía escapatoria.
—Deja de mirar por la ventana como si fueras una prisionera —dijo de repente, con voz baja pero firme—. No es una condena, es un privilegio.
Elena giró el rostro hacia él, incrédula.
Alejandro la observó en silencio durante unos segundos, con esa mirada oscura que parecía desmenuzarla por dentro. Luego sonrió apenas, con un gesto frío.
Elena apretó los puños sobre su regazo, tratando de controlar la rabia y el miedo.
Alejandro inclinó un poco la cabeza, como si encontrara divertida su resistencia.
Las palabras la golpearon como un balde de agua helada. Cerró los ojos un instante, intentando contener las lágrimas que amenazaban con escapar. No podía mostrarse débil frente a él, no tan pronto.
El auto finalmente se detuvo frente a un enorme portón de hierro forjado. Al abrirse, dejó al descubierto una mansión iluminada como un palacio, rodeada de jardines perfectamente cuidados y fuentes que brillaban bajo la luz de la luna.
El corazón de Elena se encogió. Nunca había estado en un lugar así. Era hermoso, sí, pero también intimidante. Una casa tan grande que parecía diseñada para recordarle a cualquiera lo insignificante que era frente a quien la habitaba.
El chófer abrió la puerta del auto y Elena bajó con las piernas temblorosas. Alejandro descendió detrás de ella y caminó con paso seguro hacia la entrada, sin esperar a ver si lo seguía. Ella lo hizo, arrastrando los pies, como una condenada que avanza hacia el cadalso.
Dentro, la mansión era aún más imponente. Candelabros de cristal colgaban del techo, alfombras gruesas cubrían el piso, y los pasillos parecían interminables. Cada cuadro, cada mueble, cada detalle gritaba lujo y poder.
Elena se sentía fuera de lugar, como una intrusa en un mundo que no le pertenecía.
Una mujer de mediana edad, vestida como ama de llaves, se acercó con una leve inclinación de cabeza.
Elena parpadeó, confundida.
Alejandro, que había escuchado, respondió antes de que la mujer pudiera hacerlo.
Elena sintió un nudo en la garganta. Parte de ella había temido que Alejandro la reclamara de inmediato como su esposa en todo sentido. La idea de compartir una habitación con él la aterraba. Y sin embargo, aquella “distancia” no le daba paz, sino un sentimiento extraño, como si la estuviera recordando que ni siquiera la deseaba: solo la necesitaba.
La ama de llaves la condujo hasta una habitación enorme, decorada con tonos claros y muebles de diseño. La cama era tan grande que podría albergar a tres personas cómodamente, las cortinas caían hasta el suelo como cascadas de seda, y en una esquina había un tocador con un espejo que reflejaba su rostro demacrado.
Elena entró en silencio, recorriendo el lugar con la mirada. No se sentía un refugio, sino una jaula dorada.
—Mañana a las ocho desayunamos juntos —dijo Alejandro desde la puerta—. No llegues tarde.
Y sin más, se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
Elena se dejó caer sobre la cama y por primera vez en todo el día dejó que las lágrimas fluyeran libremente. Tapó su rostro con las manos y sollozó en silencio, recordando a su madre, a su familia, a la vida que acababa de perder.
Se sentía rota, atrapada en un mundo que no comprendía, al lado de un hombre que parecía no tener corazón.
Pero en medio de su llanto, una pequeña chispa se encendió en su interior. Quizás Alejandro Torres había ganado esta batalla, pero no toda la guerra. No iba a dejar que la destruyera por completo. Si debía vivir bajo el mismo techo que él, aprendería a sobrevivir… y tal vez, con el tiempo, encontraría la manera de recuperar su libertad.
La primera noche como esposa del CEO arrogante apenas comenzaba.