Elena amaneció con la mente revuelta. Apenas había pegado el ojo tras la aparición de aquella figura bajo su ventana. La amenaza de Alejandro aún resonaba en su cabeza, fría y tajante como un cuchillo: “Si inventas historias, las consecuencias serán tuyas.”
No estaba loca. De eso estaba segura. Y aunque Alejandro no lo creyera, alguien había estado observándola en la oscuridad.
Bajó al comedor más tarde de lo habitual. La mesa ya estaba servida y Alejandro la esperaba, traje impecable, café en mano, como si no hubiera dormido un minuto menos que de costumbre.
—Llegas tarde —dijo sin levantar demasiado la voz, pero con ese tono que la hacía sentir juzgada.
—No pude dormir —respondió Elena con sinceridad.
Alejandro dobló el periódico, la miró con sus ojos oscuros y penetrantes y, tras un silencio incómodo, preguntó:
—¿Aún con lo de anoche?
—Lo vi, Alejandro. No lo imaginé.
Él apretó la mandíbula, como si contuviera una respuesta mordaz. Finalmente, se levantó de la mesa y dijo:
—No pien