La mansión parecía un campo de guerra silencioso. Desde el ataque, cada pasillo estaba vigilado, cada entrada sellada con guardias adicionales. Elena caminaba por el corredor acompañada de Camila, pero ni así podía librarse de la sensación de ser observada.
—Señora, ¿está bien? —preguntó la muchacha con voz baja.
—Sí… —mintió Elena, aunque la verdad era que el miedo le había calado hasta los huesos.
En ese instante, un guardia pasó frente a ellas. Elena notó que evitaba mirarla directamente. Ese detalle, insignificante en apariencia, despertó en ella un mal presentimiento.
Más tarde, mientras cenaba en silencio con Alejandro, reunió el valor para hablar:
—No confío en tus guardias.
Alejandro levantó la mirada del plato.
—¿Qué insinúas?
—Que alguien los dejó entrar. El intruso no podría haber atravesado toda la seguridad sin ayuda.
Por un momento, Alejandro guardó silencio. Luego apoyó los cubiertos y entrelazó los dedos, como si meditara sus palabras.
—He pensado lo mismo.
Elena se es