Elena no podía conciliar el sueño. Desde que Camila la había despertado con la noticia del intento de intrusión, cada sombra parecía una amenaza, cada ruido un presagio. La mansión, que ya le parecía sofocante, ahora se sentía como una trampa de cristal: grande, lujosa, pero frágil frente a enemigos invisibles.
Se levantó de la cama y caminó hacia el balcón. El aire frío de la madrugada la golpeó, despejando un poco su mente. Observó el jardín, oscuro y silencioso, como si nunca hubiera pasado nada. Pero en su interior, sabía que alguien había estado allí… y que volvería.
Un chasquido la sacó de sus pensamientos. Provenía del pasillo. Se giró con el corazón acelerado.
—¿Alejandro? —susurró, saliendo de la habitación.
El pasillo estaba iluminado por la luz tenue de las lámparas nocturnas. Avanzó descalza, cuidando de no hacer ruido. El sonido se repitió: un crujido de madera, como si alguien pisara deliberadamente.
Elena contuvo la respiración. Dio un paso más y, de pronto, una sombra