El camino hacia la clínica se me hizo más largo de lo normal. Rupert conducía en silencio, y aunque trataba de mostrar calma, podía notar cómo sus dedos tamborileaban contra el volante cada tanto. Yo, por mi parte, no lograba apartar la voz de Ellen de mi cabeza. ¿Qué error podía ser tan grave como para llamarme con tanta urgencia?
Al llegar, notamos que el estacionamiento estaba más concurrido de lo habitual. Había dos guardias de seguridad, algo inusual en un lugar que solía ser tranquilo. Rupert y yo nos miramos, extrañados, pero ninguno dijo nada. Mientras avanzábamos por los pasillos, un grito nos sobresaltó. Provenía de una de las habitaciones cercanas. Era una voz masculina, furiosa, repitiendo una y otra vez palabras que no logramos entender. Alguien más intentaba calmarlo, sin éxito. Mi corazón se aceleró, pero traté de no detenerme. Me obligué a seguir hasta la oficina de Ellen. Cuando crucé el umbral, me encontré con una escena inesperada. Ellen estaba inclinada hacia adelante, intentando contener a la joven que había estado con ella durante mi inseminación. La misma que había permanecido en silencio, sosteniendo instrumentos y tomando notas. Ahora parecía hecha pedazos, con el rostro empapado en lágrimas. En cuanto me vio, la chica se levantó de golpe, se aferró a mis manos con desesperación y sus labios temblaron. —Perdón… por favor, perdóneme… —susurró entre sollozos, antes de salir corriendo del consultorio. Me quedé inmóvil, con las manos aún temblorosas por el contacto, sin entender nada. Giré la mirada hacia Ellen, que me observaba con un rostro mortificado, como si cargara un peso demasiado grande. —¿Qué está pasando? —pregunté, con la voz más firme de lo que me sentía por dentro. Ellen respiró hondo, se acomodó el cabello detrás de la oreja y señaló la silla frente a su escritorio. —Nora… siéntate, por favor. Hay algo muy importante que tenemos que hablar. Me senté despacio, tratando de calmarme, aunque mi pecho subía y bajaba con un ritmo frenético. En mi cabeza se agolpaban mil posibilidades, cada una peor que la otra. Ellen, mientras tanto, no podía ni mirarme. Mantenía la vista baja, sus manos entrelazadas sobre el escritorio, y ese silencio se me hacía insoportable. —Por favor, diga algo —le solté al fin, con la voz quebrada—. Me está matando con ese silencio. Ellen levantó la mirada apenas un segundo, y vi en sus ojos algo que me heló la sangre. Tragó saliva antes de hablar. —Nora… estás embarazada. Quiero que primero te calmes… necesito que me escuches sin alterarte. Solté una risa nerviosa, incrédula. —No puedo prometerle eso, doctora Simmons. Pero lo intentaré. Ya no era Ellen, ella lo noto, pero no podía culparme. Porque sabía que algo malo venía a continuación. Ella asintió, respiró hondo y comenzó a hablar, con la voz temblorosa. —Hubo… una equivocación en el procedimiento. Mi aprendiz confundió las muestras. Sentí cómo mis manos empezaban a sudar, a temblar sobre mi regazo. Ellen se detuvo un instante, y vi cómo su frente también se perlaba con una fina capa de sudor. —Las muestras tenían nombres con iniciales… y las de Rupert… se confundieron. Tomaron una de alguien más. —¿Qué? —susurré, apenas con voz, mientras el corazón me golpeaba contra las costillas. —¿Cómo que de alguien más? —Rupert logró hablar, su voz seca, incrédula. Ellen cerró los ojos un momento, como si luchara con lo que estaba a punto de decir. —La chica llevó la muestra con las iniciales R. P… y la de Rupert era R. T. Ellen dudó, sus labios temblaban. Parecía estar librando una batalla interna, hasta que finalmente lo dijo, apenas un murmullo que cayó sobre mí como un trueno. El sonido de su nombre me atravesó. El mundo se desmoronó a mi alrededor. Ya no escuché nada más. Solo un zumbido agudo en mis oídos. Rupert me hablaba, podía ver cómo movía los labios frente a mí, pero no era capaz de entenderlo. Todo giraba, como si la sala me tragara entera. Sentí que el aire se me escapaba de golpe, como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. No podía… no podía ser. Me llevé las manos a la boca, intentando contener un gemido que me subía por la garganta. —No… no, no, no —balbuceé, levantándome de golpe de la silla. El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. Rupert me tomó del brazo, intentando sostenerme, pero me solté con brusquedad. —¡Me está diciendo que el padre de mi hijo es Richard Preece! —mi voz sonó rota, casi un grito. Ellen intentó acercarse, pero di un paso atrás, como si necesitara poner una barrera entre nosotras. —Nora, por favor, escúchame… —¡¿Cómo pudo pasar esto?! —Las lágrimas me ardían en los ojos, desenfocando todo a mi alrededor. El zumbido en mis oídos seguía allí, como un enjambre. Rupert intentó calmarme, su voz era firme pero dolida. —Nora, respira… por favor, respira. Lo miré, sintiendo que todo dentro de mí se derrumbaba. Lo que debía ser el momento más feliz de mi vida… ahora se había convertido en una pesadilla. Un error. Un nombre que jamás debió cruzarse con el mío. Me abracé el vientre por instinto, temblando. Una parte de mí quería negar todo lo que acababa de escuchar. Quería retroceder en el tiempo, borrar el día de la inseminación, borrar la sonrisa emocionada cuando vi las pruebas positivas. —No… —susurré, con la voz apenas audible—. No puede ser él… no quiero que sea él… Ellen volvió a hablar, con los ojos vidriosos, como si supiera el daño que me estaba causando: —Lo siento, Nora… de verdad lo siento. Pero esas palabras no me consolaban. Eran como cuchillos, recordándome que nada volvería a ser igual. —¡¿Lo sientes?! —escupí, la voz quebrada entre lágrimas y furia—. ¡Lo sientes! ¡Eso no me sirve de nada, Ellen! Ella bajó la mirada, apretando las manos como si quisiera deshacerse de su propio cuerpo. —Fue un error humano… no debió ocurrir… —¡Un error humano! —grité, sintiendo cómo la sangre me hervía en las venas—. ¡Estoy hablando de mi vida, de mi hijo, de mi decisión! Yo confié en ti. ¡En ti! Y me hiciste creer que todo estaba bajo control. Ellen dio un paso hacia mí, pero levanté la mano como una advertencia. —No te atrevas a acercarte. Rupert intentó intervenir, poniéndose entre nosotras. —Nora… basta, no te alteres más, piensa en el bebé… —¡¿Cómo quieres que piense en el bebé?! —mis manos temblaban, me sujetaba el vientre con desesperación, como si intentara protegerlo de una verdad que ya no podía deshacerse—. ¡Este bebé no es de Rupert, no es mío como lo soñé… ahora tengo en mi cuerpo el hijo de un hombre que ni siquiera conozco! Ellen se estremeció, sus ojos brillando con culpa. —Nora, por favor, déjame explicarte… —¡Explícame qué! —la interrumpí, mi voz desgarrada—. ¡¿Cómo confundieron las malditas muestras?! ¡¿Cómo nadie revisó, nadie comprobó nada?! El silencio de Ellen fue peor que cualquier respuesta. Y entonces lo entendí: no había nada que pudiera decir que cambiara lo que ya estaba hecho. Me limpié las lágrimas con rabia, sin dejar de mirarla con un dolor que me quemaba por dentro. —Me robaste mi elección, Ellen. Mi derecho. Y eso jamás vas a poder arreglarlo. Ellen tragó saliva, incapaz de mirarme a los ojos. Yo me dejé caer en la silla otra vez, sin fuerzas, con el pecho subiendo y bajando a un ritmo descontrolado. Sentía que me partía en mil pedazos, y, aun así, las lágrimas seguían cayendo. —Nora… mírame —la voz de Rupert sonaba firme, pero también cargada de ternura. Se agachó frente a mí, poniendo sus manos sobre las mías, que todavía temblaban sin control—. Respira conmigo, por favor. Respira. Sacudí la cabeza, negándome a ceder, las lágrimas me nublaban la vista. —¡No entiendes, Rupert! —mi voz salió rota—. Este no era el plan, no así… Yo quería… yo necesitaba que fuera contigo, que todo tuviera sentido. Y ahora… ahora no sé qué pensar. Él apretó mis manos con más fuerza, obligándome a bajar la mirada hasta sus ojos claros, tan serenos en contraste con mi caos. —Lo sé, Nora. Y tienes razón, nada de esto debió pasar. Pero lo que llevas dentro sigue siendo tuyo. Es tu bebé. Tú lo soñaste, tú lo anhelaste, y eso nadie te lo puede quitar. Un sollozo se me escapó, atragantándome. —Pero no era así… no quería que fuera de un desconocido. —No es tu culpa —respondió él, con firmeza, como si quisiera tatuarlo en mí—. Tú hiciste lo correcto. Confiar en ellos era lo lógico. La equivocación fue de ella, no tuya. No te castigues por algo que no pudiste controlar. Lo miré, con la respiración entrecortada, y por un momento sentí que me sostenía con sus palabras, como si su calma fuese la única cuerda que me impedía hundirme. Rupert levantó una de sus manos y me secó una lágrima con el pulgar. —No tienes que decidir nada ahora. Solo respira. Estoy aquí, ¿me escuchas? No voy a dejarte sola en esto. Tragué saliva, intentando aferrarme a esa promesa. El consultorio se sentía asfixiante, Ellen seguía en silencio, y lo único que podía hacer era mirar a Rupert y dejar que me sujetara, porque si me soltaba… me desmoronaba por completo. Me limpié las lágrimas con la manga, tratando de recomponerme, aunque por dentro sentía que me estaba rompiendo en pedazos. Respiré profundo, una, dos veces… y al fin levanté la mirada hacia Ellen. —Necesito que me lo expliques todo. —Mi voz aún temblaba, pero sonaba más firme de lo que esperaba—. ¿Quién sabe de esto? ¿Acaso es un secreto entre nosotros o todo el mundo ya está enterado? Ellen bajó la vista, incapaz de sostenerme los ojos. Se acomodó las gafas con manos torpes. —El director de la clínica lo sabe. Y… Nora, la noticia se esparció muy rápido entre el personal. Intentamos contenerlo, pero ya es un rumor en los pasillos. El aire se me fue del pecho de golpe. —¿Un rumor? —escupí la palabra como veneno—. ¿Quieres decir que todos aquí saben lo que pasó con mi cuerpo antes de que yo lo supiera? —Lo siento —murmuró Ellen, y parecía que la palabra se le atragantaba—. La joven que me asistió aquel día… fue despedida inmediatamente. Pero eso no cambia lo ocurrido. Yo también tengo responsabilidad. Yo debí verificarlo todo con más cuidado, no confiar ciegamente en ella. Y ahora… no sé qué pasará con mi carrera. Me eché hacia atrás en la silla, presionándome las sienes con las manos. Estaba mareada. Una parte de mí quería gritar hasta quedarme sin voz, pero otra… solo quería silencio, quería huir. —¿Y crees que a mí me importa tu carrera ahora mismo? —le solté, con los ojos brillantes por la rabia—. Esto no es un maldito error de papeleo, Ellen. ¡Es mi vida! Es mi hijo. Rupert puso una mano sobre mi hombro, intentando contener la tormenta que amenazaba con salirse de mí. Pero yo no podía, no quería callarme. —Exijo saber qué piensan hacer para arreglar esto. —Mi voz se quebró, pero no bajó el tono—. Porque yo no pedí que Richard Preece fuera parte de mi historia. Ellen abrió la boca como para decir algo más, pero lo único que salió fue un sollozo ahogado. Intentó sostener la compostura, pero al final se derrumbó, ocultando el rostro entre las manos. Yo la observé, con el corazón encogido. No tenía por qué sentir compasión por ella, no después de lo que había hecho, y aun así… sentí que algo dentro de mí se quebraba. Tal vez eran las hormonas, tal vez el agotamiento, tal vez todo junto, pero las lágrimas me corrieron otra vez por el rostro. —Por favor, Nora… —Ellen levantó la mirada enrojecida, con la voz rota—. Perdóname. No sé cómo, ni siquiera sé si puedo, pero lo siento con cada fibra de mi ser. Me cubrí el rostro con las manos, respirando hondo, intentando mantenerme en pie, aunque me sentía como si el suelo se abriera bajo mis pies. —¿Perdonarte? —logré decir, con un nudo en la garganta—. Ni siquiera sé qué significa eso ahora. No sé cómo… Me interrumpí a mí misma cuando vi que Ellen apartaba la vista, como si ocultara algo más. Sus manos temblaban sobre la mesa. —Nora... eso no es todo... —¿Qué quieres decir con que… eso no es todo? —pregunté, limpiándome las lágrimas de golpe, con un miedo nuevo apretándome el estómago. Ellen se inclinó hacia mí, bajando la voz hasta un susurro. —Él lo sabe. Sentí que la sangre me abandonaba el rostro. —¿Quién? —mi voz salió cortada, casi un grito. Ella cerró los ojos un segundo ante de responder. —Richard. Richard Preece lo sabe. El mundo se detuvo. Ellen continuó, apenas audiblemente, como si temiera que las paredes pudieran escucharla. —Y lo peor no es enfrentarte a ti, Nora. Lo peor es enfrentarlo a él. Porque… ya está aquí. En el hospital. Mi corazón se disparó. La habitación comenzó a dar vueltas, como si me hubieran arrancado el aire de los pulmones. Apenas tuve tiempo de procesar sus palabras cuando alguien golpeó la puerta con una fuerza desesperada. Ellen y yo nos miramos. Rupert se puso de pie de inmediato, tenso como un resorte. Ellen caminó hacia la puerta con pasos inseguros y, cuando la abrió… el aire pareció desaparecer de la sala. Por primera vez lo vi en persona. Richard Preece. Era mucho más imponente que en televisión, más de lo que cualquier cámara podría capturar. Altísimo, casi un metro noventa, con un porte que llenaba el umbral. Su cabello, rubio oscuro, caía perfectamente peinado hacia atrás, dejando ver un rostro tallado en líneas firmes y dominantes. Pero lo que más me estremeció no fue su altura ni su presencia, sino sus ojos: ardían de enojo, como si echaran humo, como si cada mirada pudiera quemar. Richard Preece era un hombre temible en persona. Y ahora, ese hombre era el padre de mi hijo. Pensé que podría manejarlo, que de algún modo encontraría la manera de lidiar con todo esto. Hasta que sus ojos me encontraron en la sala. —Así que tú eres la mujer que lleva a mi hijo. Y en ese instante supe que nada volvería a ser igual.