Mundo de ficçãoIniciar sessãoLo primero que pensé al verlo fue que nadie me había preparado para esto. Había escuchado su nombre tantas veces, siempre acompañado de respeto o de miedo, pero tenerlo enfrente era otra cosa. Richard Preece no necesitaba gritar para imponer. Alto, con esos ojos fríos que parecían leerme por dentro, y ese porte de alguien que nunca recibe un no por respuesta.
Sentí la garganta seca, como si me hubiese tragado polvo. Aun así, me obligué a hablar. —No estoy embarazada. Lo dije firme, como si al repetirlo bastara para hacerlo realidad. Pero él apenas arqueó una ceja, y en sus labios apareció esa media sonrisa que no era sonrisa, sino burla. —Eso lo descubriremos inmediatamente. —Su voz sonó tan segura que me atravesó. Luego, sin apartar los ojos de mí, habló—: Doctora Simmons, realícele una prueba. Giré hacia Ellen, buscando un apoyo que sabía que no iba a encontrar, y volví a mirarlo a él. La rabia me hizo temblar. —Usted no tiene poder sobre mi cuerpo. No me importa lo que piense. Y al igual que yo no le debo nada, usted tampoco debería interesarse por mí. Él se giró hacia mí lentamente, como si mi enfado solo le causara curiosidad. —Soy el hombre cuyo hijo podrías estar esperando —dijo con esa calma glacial que me heló la sangre. Me hervía la sangre. Sentí cómo me latían las sienes, cómo cada fibra de mi cuerpo me pedía gritarle en la cara que no tenía derecho a nada, que ese hijo era mío, solo mío. Di un paso hacia él, acercándome lo suficiente para que supiera que no pensaba retroceder. Pero enfrentarlo era como chocar contra un muro: sólido, inmutable, imposible de quebrar. Él ni se inmutó. Esa frialdad me sacaba más de quicio. Era como si toda mi rabia rebotara en un muro imposible de derribar. —Simmons, prepare la habitación —ordenó de nuevo, sin apartar la mirada de la mía. —¡Le he dicho que no! —grité, con el corazón golpeándome tan fuerte que me dolía. Sentía que si seguía hablando iba a arrancarme la voz—. No voy a dejar que me trate como si fuera una incubadora, como si yo no importara. Dio un paso hacia mí, y por un segundo me vi reflejada en sus ojos: enfurecida, temblando, pero firme. —Puedes gritar todo lo que quieras —murmuró, sin perder la calma—. Pero la verdad no cambia: si estás embarazada, ese hijo también es mío. El calor me subió de golpe a la cabeza. Abrí la boca para responder, para seguir peleando, para escupirle en la cara todo lo que pensaba de él… pero de pronto todo dio vueltas. El mundo se volvió borroso, como si alguien hubiera apagado la luz de golpe. Intenté mantenerme en pie, pero las piernas no me sostuvieron. Sentí cómo caía, aunque en el mismo instante unos brazos firmes me sujetaron. El olor de su piel, frío y penetrante, me envolvió en la oscuridad justo antes de perder la conciencia. Desperté con la sensación de que la habitación me daba vueltas. El techo blanco se movía sobre mí como si fuera agua, y me tomó un par de segundos darme cuenta de que no estaba en el consultorio de Ellen. Era otra sala, más amplia, con un monitor encendido a un costado y el olor fuerte a desinfectante impregnando el aire. El murmullo grave de una voz me hizo girar apenas el rostro. Richard estaba ahí, de pie, apoyado contra la pared, hablando por teléfono en un tono bajo pero autoritario. Me observaba mientras lo hacía, como si incluso inconsciente hubiera sido incapaz de quitarme los ojos de encima. En cuanto notó que abría los míos, cortó la llamada de inmediato. Ese simple gesto me provocó un escalofrío. —¿Qué…? —Mi voz sonó ronca, débil—. ¿Dónde estoy? La puerta se abrió y apareció Ellen, entrando apresurada, con su bata todavía arrugada. Se acercó a mí con expresión preocupada. —Te alteraste demasiado y te desmayaste, Nora. Decidimos traerte aquí para que descansaras. Me incorporé apenas sobre las almohadas, aturdida. El corazón me latía rápido otra vez, aunque trataba de calmarme. —¿Y Rupert? —pregunté, buscándolo con la mirada. Ellen bajó los ojos un segundo, como si dudara en decirlo. Richard no dijo nada, solo me miraba fijo, clavándome contra la cama con esa mirada que me hacía sentir expuesta. Finalmente, Ellen aclaró la garganta. —Richard pidió que lo sacaran de la habitación. Sentí un pinchazo en el pecho, mezcla de rabia e impotencia. Me giré hacia Richard, ignorando la calma con la que me observaba. —¿Qué derecho cree que tiene sobre quién puede o no estar conmigo? Él no respondió enseguida. Se limitó a cruzarse de brazos, como si quisiera provocarme con su silencio. —Nora —intervino Ellen con suavidad, tratando de mediar—, lo importante ahora es que estás bien. Necesitas mantener la calma por ti y… —hizo una pequeña pausa, mirándome con cuidado, susurró para que solo yo pudiera oírla— por el bebé. Tragué saliva, sintiendo otra oleada de emociones contradictorias. Una parte de mí quería llorar, otra quería gritar, y otra simplemente quería que Richard desapareciera de mi vista. Pero él seguía allí. Imponente. Paciente. Esperando mi reacción como un cazador que sabe que la presa tarde o temprano dará un paso en falso. Ellen estaba a punto de revisarme la presión cuando Richard rompió el silencio. Su voz llenó la habitación, grave, seca, sin rastro de paciencia. —No tengo todo el día, doctora Simmons —dijo, sin apartar la vista de mí—. Necesito saber si ella lleva a mi hijo. El corazón me dio un vuelco. Me sentí reducida a un “ella”, como si yo no tuviera nombre, como si mi única función fuera esa: un cuerpo que podía o no estar gestando lo suyo. —¿Me está escuchando? —le solté, mirándolo con rabia—. No soy un objeto, no soy un experimento, y mucho menos “ella”. Tengo nombre. Ellen se quedó quieta entre nosotros, como atrapada en medio de un campo de batalla. Richard apenas ladeó la cabeza, como si mis palabras no lo rozaran. Intenté levantarme de la camilla, decidida a enfrentar la situación de la manera que pudiera, pero un mareo repentino me obligó a detenerme. Antes de que pudiera apoyarme en algo, sentí manos fuertes rodeando mi cintura. Richard me había sujetado al instante, levantándome y ayudándome a sentarme de nuevo en la camilla, como si yo fuera ligera como una pluma. Su mano descansaba firme en mi cadera, y no pude evitar notar lo cerca que estábamos. Sus ojos avellana me atravesaban, intensos y magnéticos, tan parecidos a los de Rupert y, a la vez, completamente distintos, imposibles de ignorar. —Estoy bien… puede soltarme —dije, tratando de recuperar la compostura. Finalmente aflojó su agarre, pero no sin mirarme unos segundos más, como midiendo cada movimiento mío. Respiré hondo, recuperando algo de aire y control. —Doctora Simmons —dijo, volviendo a erguirse y recomponiéndose como si nada hubiera pasado—, proceda. Ellen, que había observado todo en un silencio prudente, asintió suavemente y se acercó con la bandeja preparada. Me dedicó una mirada tranquila, casi maternal. —Nora, lo siento mucho —me dijo Ellen, con una voz tan baja que casi parecía un susurro—. Pero tenemos que hacer la prueba. Asentí, dejándome guiar por Ellen. El pinchazo fue breve, un cosquilleo frío. Richard permaneció en la habitación, en silencio, observándome. La tensión entre nosotros era palpable, cada respiración suya rozando mi conciencia. Podía sentir la autoridad en su postura, la intensidad de su mirada, y a pesar de todo, un extraño calor recorría mi pecho. —En unas horas tendremos los resultados —dijo ella, recogiendo el tubo con cuidado. Me dejé caer hacia atrás, cerrando los ojos por un momento, tratando de calmarme. Por primera vez en toda la mañana, nos encontrábamos solos en la habitación. La calma era relativa, pero de alguna manera, sentí que podía respirar un poco. —¿Satisfecho? —murmuré, sin abrir los ojos. Él arqueó apenas una ceja, cruzando los brazos con esa calma calculadora que me irritaba hasta los huesos. —Me sorprende que tu esposo te haya dejado sola conmigo con tanta facilidad —dijo, dejando que cada palabra cayera como un filo entre nosotros. Abrí los ojos, mirándolo fija y con rabia. El calor de la indignación me subió al rostro, y la respiración se me agitó un poco. —¡No es mi esposo! —le solté, con un hilo de voz tembloroso, pero cargado de fuerza—. Y no tienes derecho a hablar de él como si eso te diera alguna ventaja sobre mí. No sabes nada de mí, ni de mi vida, ni de lo que puedo o no puedo hacer. Richard ladeó la cabeza, divertido, como si mis palabras fueran un juego que él estaba ganando sin esfuerzo. —Curioso —dijo, acercándose un paso, sin dejar de observarme—. Tienes el mismo fuego que me imagino en tu carácter cuando discutes con alguien que te importa. Aunque, debo admitir, esto es… más entretenido de lo que esperaba. Mi rabia se mezcló con la sensación de vulnerabilidad que aún me recorría, y respiré hondo para no perder el control. Cada palabra suya me provocaba un escalofrío, pero también me obligaba a mantenerme firme. —¿Entretenido? —repetí con ironía—. Pues te equivocas. Esto no es un juego, y yo no estoy aquí para satisfacer tu curiosidad ni tu diversión. Así que guarda tus comentarios. No me intimidas. Él sonrió, pero esta vez hubo algo más en esa sonrisa, una mezcla de desafío y cálculo que me hizo comprender que no sería fácil mantenerme firme sin que él percibiera cada titubeo. —Creo que deberías estarlo. Fruncí el ceño, con el corazón latiéndome a mil por hora. Mi rabia se mezclaba con un miedo que no quería admitir. —¿Perdón? —dije, acercándome un poco, tratando de que mi voz sonara firme—. ¿A qué te refieres con que “debería estarlo”? Richard no apartó la mirada. Sus ojos avellana me atravesaban como si intentara leer cada pensamiento, cada duda, cada reacción que aún no había surgido en mí. Una media sonrisa se dibujó en sus labios, más fría que cualquier palabra. —¿Realmente quieres que te lo diga… o prefieres descubrirlo por ti misma? —susurró, dejando la frase flotando en el aire, tan cargada de amenaza que me hizo sentir un escalofrío, aunque intenté no mostrarlo. Mi respiración se agitó, y mis manos temblaron ligeramente. El hecho de que pudiera ver cada reacción mía, de que pudiera provocarme tanto sin mover un músculo, me enfurecía. —Inténtalo. Dime lo que quieras, que no cambiará nada. No voy a dejar que me intimides. Richard ladeó la cabeza, como si evaluara mi desafío, y sus labios se curvaron apenas en una media sonrisa. —Veremos cuánto dura esa valentía cuando los resultados lleguen. El tiempo en la habitación parecía estirarse hasta hacerse insoportable. Yo estaba recostada en la camilla, con los brazos cruzados sobre el pecho, intentando controlar la ansiedad que me subía por el cuerpo. Cada vez que respiraba, sentía cómo mi corazón golpeaba contra mis costillas, recordándome que lo que estaba por venir podría cambiarlo todo. Richard permanecía de pie cerca de la ventana, con esa frialdad que me irritaba hasta los huesos. No decía nada, pero su mirada seguía cada uno de mis movimientos. Intenté concentrarme en cualquier cosa: cerrar los ojos, pensar en Rupert, en el viñedo, en cualquier lugar que no fuera esta habitación… pero no funcionó. Él estaba allí, constante, implacable, y cada minuto que pasaba bajo su vigilancia aumentaba mi frustración. Escuché pasos en el pasillo y mi estómago dio un vuelco. Cada ruido me ponía en alerta, esperando que Ellen entrara con los resultados. Intenté controlar la respiración, pero era imposible; mi mente no dejaba de girar, imaginando todos los escenarios posibles. Finalmente, la puerta se abrió y Ellen apareció, con los papeles temblando un poco entre sus manos. Sus ojos estaban nerviosos, y parecía medir cada palabra antes de hablar. Me miró a mí, luego a Richard, y luego otra vez a mí, como buscando el valor para decir lo que tenía que decir. —Aquí están los resultados… —dijo, con la voz baja y temblorosa—. Creo que… deberían mirarlos juntos. Richard se adelantó, tomando los papeles de sus manos con calma. Se volvió un instante hacia mí, con esos ojos avellana que me hacían sentir pequeña y expuesta, y luego abrió el informe. El corazón me latía a mil por hora, y yo apenas podía respirar. Porque sabía que decían esos resultados. Y como mi mundo iba a cambiar, de la manera que menos esperaba.






