El sonido del móvil me sacó de golpe del sueño. Me removí entre las sábanas, con la almohada pegada a la cara, y apenas estiré la mano para atraparlo. Ni siquiera miré la pantalla, solo presioné el botón rojo con un gruñido y lo dejé caer sobre la mesa de noche.
—Muy temprano para esto —murmuré, girándome de lado. El silencio volvió a reinar por unos segundos, hasta que otra vez empezó a vibrar y sonar. Quise ignorarlo, convencida de que quien fuera entendería la indirecta. Pero el insistente timbre me taladraba la cabeza. —¡Por el amor de Dios! —bufé, enterrando la cara en la almohada. La llamada terminó, y cuando pensaba que por fin podría recuperar unos minutos de sueño, un claxon sonó afuera. Largo, molesto, como si alguien estuviera empeñado en sacarme de la cama a la fuerza. —No puede ser —dije, tapándome la cabeza con la manta. El claxon volvió a sonar, aún más fuerte esta vez. Mordí mi labio con frustración. —¡Ya voy! —grité, aunque nadie pudiera escucharme desde dentro de la casa. Resignada, me senté al borde de la cama, con los cabellos despeinados y los ojos medio cerrados. Maldije en voz baja y me obligué a ponerme de pie. Corrí hasta el baño, agarré el cepillo de dientes y me apresuré a frotarlos, sin siquiera mirarme en el espejo. Con el aliento fresco y aun bostezando, agarré el albornoz colgado en la puerta y me lo até con un nudo flojo. Bajé las escaleras a toda prisa, casi resbalando en el último peldaño. Me detuve frente a la puerta, respirando agitada, y puse la mano sobre el picaporte. Afuera, alguien volvió a tocar el claxon, impaciente. —Ya escuché, pesado… —refunfuñé, girando la llave. Abrí la puerta de golpe, sin saber qué cara de pocos amigos tendría cuando por fin me encontrara con el culpable de interrumpir mi descanso. Esperaba encontrar a Rupert o algún vecino. Pero no. Lo que vi me heló la sangre. —¿Qué demonios haces aquí? —pregunté, sorprendida. Ahí estaba Elliot, mi medio hermano, con esa misma sonrisa arrogante que siempre había detestado. Junto a él, un hombre trajeado cargaba una carpeta de cuero que no presagiaba nada bueno. —Vaya recibimiento —dijo Elliot, empujando la puerta con total descaro y entrando como si aún tuviera algún derecho sobre esta casa. El olor caro de su loción se mezcló con el aroma del café que aún quedaba en la cocina desde la noche anterior. —Lamento despertarte tan temprano, hermanita, pero esto no puede esperar. Lo seguí con la mirada, incrédula, mientras el hombre trajeado se acomodaba las gafas y cerraba la puerta tras él, como si yo hubiera invitado a esa pequeña comitiva. —¿Qué no puede esperar? —pregunté, cruzándome de brazos, todavía en albornoz y con el cabello hecho un desastre. Elliot tomó asiento en una de las sillas del comedor, sin pedir permiso. —El viñedo. Quiero que lo vendas y me des la mitad. Sentí un nudo apretándome el estómago. —¿Perdón? El notario —o lo que fuera ese tipo trajeado— abrió la carpeta y comenzó a desplegar unos papeles sobre la mesa, hablando con voz fría y profesional. —El señor Elliot Clark solicita la revisión del testamento de la señora Margaret, ya que considera que existen irregularidades en el mismo. Solté una risa incrédula. —¿Irregularidades? ¡El testamento fue legítimo, firmado por mamá y certificado! Elliot apoyó los codos en la mesa, inclinándose hacia mí con una mueca cínica. —Oh, vamos, Nora. Todos sabemos que mamá estaba enferma, confundida… fácilmente manipulable. No me sorprendería que hubieras… digamos, influenciado en lo que dejó escrito. Me hervía la sangre. —¿Me estás acusando de falsificar el testamento de nuestra madre? —escupí, apretando los puños. Él se encogió de hombros, como si hablara del clima. —Solo digo que no es justo. Yo soy su hijo también, y no me dejó nada. Lo correcto es que compartas conmigo. Me quedé mirándolo, incrédula, pensando cómo alguien podía tener semejante desfachatez. Apenas habían pasado tres meses desde que enterramos a mamá y él, que desapareció durante toda su enfermedad, que nunca llamó, nunca preguntó por ella, ahora venía a reclamar lo que no le pertenecía. —Tienes un descaro increíble —dije entre dientes, sintiendo cómo me temblaba la voz. Elliot sonrió como si hubiera ganado un punto en una discusión trivial. —No es descaro, Nora. Es justicia. El notario me extendió un documento. —La señora puede firmar aquí para aceptar la venta parcial de la propiedad, o… procederemos por la vía legal. Mis ojos se clavaron en las letras, borrosas por la rabia que me nublaba. —No firmaré nada —dije con voz firme, poniéndome de pie y apuntando el dedo hacia Elliot. Él me miró con esa sonrisa que parecía saber que tendría que pelearme para salirse con la suya, pero yo no estaba dispuesta a ceder. —Nuestra madre dejó lo que tenía que dejarle a cada uno —continué, sintiendo cómo las palabras me salían con fuerza—. No es culpa mía que tú hayas sido un hijo ausente, que desaparecieras de su vida cuando más te necesitaba. Ahora vienes aquí, intentando apropiarte de algo que no te pertenece… ¡y no lo voy a permitir! Elliot se reclinó en la silla, cruzando los brazos, como si esperara que me derrumbara con mi enojo. —Siempre fuiste la favorita, Nora —dijo con voz baja, firme, cargada de esa certeza que me hizo estremecerme por un instante—. Siempre todo para ti, y ahora el viñedo… ella lo habría dejado a quien la merecía de verdad. —¿Cómo te atreves? Mamá nunca tuvo favoritos. Nos quería a los dos por igual, la única razón por la que me dejó el viñedo y la granja, es porque no estabas y pensó que no volverías jamás. Me lo dejo todo a mi porque confiaba en mí, y sabía que jamás dejaría que su legado, algo que tanto le costó crear, cayera en manos avariciosas… Elliot entrecerró los ojos, inclinándose apenas hacia adelante. —¿Confiaba en ti? —repitió, con un deje venenoso en la voz—. No, Nora. Mamá no confiaba… se resignó. No tenía a nadie más. Y tú lo sabes. Si yo hubiese estado aquí, jamás te habría dejado todo. Te eligió porque estabas disponible, no porque fueras la mejor opción. Sus palabras me atravesaron como un cuchillo helado. Por un segundo me quedé congelada, pensando en lo que acababa de decir. Esa frase me dio vueltas en la cabeza, hirviendo con rabia y también con un atisbo de duda que no debía estar allí. Pero no podía dejar que me manipulase. Me acerqué, lo empujé con fuerza hacia la puerta, haciendo que el notario lo siguiera a regañadientes. —¡Fuera de mi casa! —grité—. No quiero volver a verlos aquí. Cerré la puerta con un golpe seco y respiré hondo, apoyándome contra la madera. Mi corazón latía tan rápido que sentía que iba a reventar el pecho. Me acerqué a las escaleras y me senté, abrazando las rodillas, tratando de calmarme. La adrenalina recorría todo mi cuerpo, desde la punta de los dedos hasta la nuca. Me quedé allí varios minutos, dejando que el silencio llenara la casa. Intenté ordenar los pensamientos, pero cada palabra de Elliot seguía retumbando en mi cabeza. Él creía que podía herirme solo con insinuaciones, y aunque había ganado un instante de desconcierto, sabía que no me doblegaría. La tarde avanzaba y, mientras intentaba recuperar la calma, escuché el motor de un coche acercándose a la entrada. Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió y allí estaba Rupert, con esa expresión tranquila y preocupada que siempre lograba reconfortarme. —¡Nora! —dijo al verme, y sin pensarlo lo abracé con fuerza. Solté un sollozo que no pude contener. Le conté todo de golpe, mientras la rabia y el miedo se mezclaban en lágrimas que caían sin freno. —¡No puedo creerlo, Rupert! —dije entre lágrimas—. ¡Elliot! Mi hermano… vino con un notario, intentando que vendiera el viñedo, diciendo que mamá me había dejado todo solo a mí porque yo siempre fui la favorita. ¡Como si eso fuera justo! Mamá amaba ese lugar… venderlo sería como borrarla de la memoria, nunca descansaría en paz. Él me rodeó con los brazos y me sostuvo fuerte, dejando que soltara todo el peso que llevaba dentro. —Respira, Nora —susurró suavemente. Respiré profundo y traté de ordenar los pensamientos. Después de un par de minutos, Rupert se separó un poco y me miró con esa sonrisa cálida que me daba seguridad. Rupert acarició mi espalda con calma, como si pudiera borrar con sus manos todo el veneno que Elliot había dejado dentro de mí. Cerré los ojos un instante, dejándome sostener, hasta que al fin me separé un poco y lo miré a los ojos. —¿Por qué viniste? —pregunté con la voz todavía quebrada, limpiándome las mejillas con la manga del albornoz—. No es que no me alegre de verte, al contrario… te necesitaba. Pero… ¿por qué no me avisaste? Una sombra de sorpresa cruzó su rostro, como si mi pregunta lo desconcertara. Entonces, ladeó la cabeza y esbozó una media sonrisa. —¿Lo olvidaste? —dijo despacio, con un dejo de incredulidad—. Lo que hablamos anoche, Nora. Lo miré sin comprender al principio. Él sostuvo mi mirada, paciente, esperando a que mi memoria despertara. Y entonces, como una ráfaga, recordé la conversación de la noche anterior. Como el vino había sacado a relucir una parte de mí que jamás pensé revelar: mi deseo de ser madre. Pero para mi sorpresa, él había dicho que sí. O tal vez el vino le había afectado en igual magnitud. Sin embargo, el parecía estar aún de acuerdo. El aire se me quedó atrapado en la garganta. Sentí que el suelo se movía un poco bajo mis pies, como si lo que había sido una confesión a media voz en un restaurante la noche anterior, de pronto se volviera tan real que me rozaba la piel. —Rupert… —susurré, apenas, como si decir su nombre pudiera darme un segundo más para ordenar mis pensamientos. Él no desvió la mirada. No había titubeo, ni rastro de arrepentimiento. Solo esa calma suya que a veces me sacaba de quicio y otras veces me salvaba la vida. —Sí —dijo con firmeza, casi leyendo mis dudas—. Lo sigo pensando. Lo hablamos en serio, ¿recuerdas? Dijiste que querías ser mamá. Que querías que tu bebé tuviera mis ojos y por loco que sonara… acepte. Tragué saliva, el corazón golpeando fuerte en mi pecho. De pronto, me vi a mí misma desde fuera: con el albornoz mal anudado, los ojos hinchados de llorar y el cabello enredado, frente al hombre que acababa de ofrecerme algo tan enorme como ayudarme a cumplir el deseo más íntimo de mi vida. —Es que… —me llevé una mano a la frente, cerrando los ojos un instante—. No pensé que… que realmente lo hubieras tomado tan en serio. Rupert soltó una pequeña risa, sin burla, solo con ternura. Se inclinó un poco hacia mí, bajando la voz. —Nora, cuando se trata de ti, siempre lo tomo en serio. Abrí los ojos y me encontré con los suyos, claros, firmes, llenos de una certeza que yo no tenía. Sentí un calor recorrerme el pecho, mezclado con un miedo inevitable. Todo en mí gritaba que era una locura, pero al mismo tiempo, había algo profundamente correcto en su presencia, en esa manera de estar sin exigirme nada. —Necesitamos hacer la cita —añadió suavemente—. No tienes que decidir todo ahora mismo. Solo… dar el primer paso. Me mordí el labio, asintiendo despacio, todavía temblando por dentro. Sí, había miedo. Pero también había una esperanza que no recordaba haber sentido en años. —Voy a darme un baño —dije, aun temblando ligeramente, intentando poner un poco de distancia entre mis emociones y la realidad. Subí las escaleras con pasos lentos, como si cada uno me recordara lo que había pasado esa mañana. Cerré la puerta del baño y dejé que el agua caliente cayese sobre mí. El vapor se enredaba con mi cabello mojado, llenando el aire de aroma a jabón. Me quedé allí, bajo el chorro constante, pensando en todo: en Elliot, en mi madre, en el viñedo… y sobre todo, en Rupert. Deseé por un instante haber encontrado a alguien, alguien que me amara y que quisiera formar una familia conmigo. Imaginé la boda de mis sueños, la complicidad que compartiría con mi pareja. Las noches de juegos y pañales… y mi corazón se encogió al recordar que eso no había sido mi camino. Mis relaciones se habían roto antes de tiempo, y cada vez que pensaba en amar a alguien, un miedo silencioso me detenía. El agua me lavaba físicamente, pero no podía lavar los años de anhelos y decepciones. Cerré los ojos y dejé que las lágrimas se mezclaran con el agua, permitiéndome sentir todo el vacío y la esperanza a la vez. Cuando finalmente salí de la ducha, me miré al espejo. El reflejo que encontré me sorprendió: mi cabello oscuro, rizado, largo y abundante caía sobre mis hombros; mis ojos marrones brillaban con intensidad; y el pequeño lunar en el lado derecho de mi rostro parecía observarme con complicidad. Me sonreí a mí misma, reconociendo la fuerza que había acumulado en silencio durante tantos años. No necesitaba a nadie para cumplir mis sueños. Podía hacerlo sola. Podía ser madre, cuidar del viñedo, proteger lo que era mío. Podía ser feliz por mi cuenta, y nadie tenía el poder de cambiar eso. Me vestí con cuidado, sintiéndome más fuerte con cada segundo que pasaba. Por un momento, recordé los años en que Rupert y yo habíamos sido cercanos, cuando por un instante pensé que podríamos haber sido algo más. Pero él nunca había mostrado interés romántico; siempre había sido mi confidente, mi amigo, el hombro firme al que podía apoyarme. Y ahora, sin darse cuenta, estaba a punto de ayudarme con algo que marcaría mi vida para siempre. Bajé las escaleras con paso seguro. Rupert seguía en el salón, sentado, esperándome. Al verme aparecer, esbozó una sonrisa cálida. —¿Lista? —preguntó, apoyándose ligeramente en el respaldo del sofá. Asentí, con una seguridad renovada en mi voz y en mi corazón. —Más que nunca.