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3• La clínica

Dos días después, me encontré de pie frente a la clínica de fertilidad, sintiendo un nudo en el estómago que parecía multiplicarse por segundos. El aire fresco de la mañana apenas lograba calmar mis nervios, y cada vez que veía a una mujer con un vientre abultado caminando por el estacionamiento, sentía un extraño cosquilleo: esa sería yo, algún día, con mi propia panza enorme y llena de vida.

—Nora… —dijo Rupert, su voz baja y cálida, tocando mi hombro—. Todo va a estar bien. No hay nada de qué preocuparse.

Lo miré, tratando de absorber la seguridad que siempre parecía desprender de él. Sus ojos brillaban con paciencia y apoyo, como si él supiera exactamente cómo mantenerme centrada mientras mi mente se escapaba en mil direcciones. Asentí, respirando profundo, y nos dirigimos a la recepción.

—¡Nora Davies y Rupert Tinkle! —llamó una voz clara—. La doctora Simmons los espera en la sala 3.

Nos levantamos y seguimos a la asistente, caminando por un pasillo impecable y perfumado, hasta llegar a la puerta con un letrero que decía «Sala 3». Allí nos esperaba la doctora, sonriente y profesional, con una bata blanca impecable.

—Buenos días, Nora, Rupert —dijo, estrechando nuestras manos—. Mi nombre es Ellen Simmons y seré su doctora durante todo el proceso. Estoy aquí para guiarlos y responder cualquier pregunta.

—Encantada, doctora —dije, tratando de sonar tranquila mientras mi corazón seguía haciendo piruetas en el pecho.

Nos sentamos, y enseguida comenzó la ronda de preguntas. Desde el primer momento, su profesionalismo se mezclaba con un toque ligero que hacía que la tensión disminuyera un poco.

—Bien —dijo la doctora, ajustándose las gafas—. Comencemos con algunas preguntas básicas. ¿Alguna vez han tenido enfermedades de transmisión sexual?

—Eh… —tartamudeé, intercambiando una mirada con Rupert, que contuvo una risa—. Ninguna.

—Excelente. ¿Cuánto tiempo llevan intentando el embarazo?

—Bueno… —dije, sintiendo cómo mis mejillas se calentaban—. Hoy… sería nuestro primer intento formal.

—Perfecto. ¿Cuál es tu ciclo menstrual habitual, Nora? —preguntó, anotando algo rápidamente en su carpeta.

—Más o menos cada veintiocho días —respondí, mirando a Rupert, que asintió para tranquilizarme.

—¿Has tenido embarazos previos? ¿Algún aborto espontáneo o complicación?

—No, nunca —dije con seguridad.

—Excelente. ¿Cuántas veces a la semana mantienen relaciones sexuales? —preguntó, levantando una ceja.

—Eh… doctora… —empecé, sonrojada—. No somos pareja. Rupert será mi donante, así que… —hice una pausa, intentando no reír—. No tenemos relaciones sexuales.

La doctora levantó una ceja, pero enseguida soltó una risa ligera.

—¡Ah! Ahora todo tiene sentido —dijo, divertida—. Gracias por aclararlo, Nora. Siempre es bueno saberlo para las recomendaciones médicas, aunque me imagino que esto no entra en el manual típico.

—Definitivamente no —murmuró Rupert, sonriendo divertido—. Esto es un poco… fuera de lo común.

—Perfecto —dijo Ellen, sonriendo—. Ahora podemos continuar con la revisión. Rupert, puedes esperar fuera mientras hago la revisión física.

Respiré hondo mientras Rupert me daba un último apretón en la mano antes de salir. La doctora me pidió que me recostara en la camilla y pronto comenzó la ecografía transvaginal.

—Tranquila, esto solo tomará unos minutos —dijo Ellen, mientras aplicaba el gel frío—. Todo se ve muy bien hasta ahora. Tus ovarios y el útero están saludables, y no hay anomalías.

Respiré aliviada, dejando que su voz profesional y tranquila calmara los nervios que todavía me recorrían.

—¿Qué sigue, doctora? —pregunté, con un hilo de emoción en la voz.

—Primero, deberás realizarte una serie de exámenes de sangre y algunas pruebas hormonales. También te recomendaré un plan de alimentación para aumentar las probabilidades de éxito —explicó, mientras me señalaba una hoja con recomendaciones—. Hay distintas opciones de inseminación. Pueden ser varias inseminaciones naturales, inseminación con control médico, o procedimientos más avanzados como FIV si fuera necesario. Lo ideal es que decidamos cuál se adapta mejor a ustedes.

Sentí un cosquilleo de anticipación y nerviosismo. Todo parecía más real de lo que jamás había imaginado.

—Gracias, doctora —susurré, mientras me incorporaba.

Ellen sonrió y me entregó su tarjeta.

—Aquí tienes mi contacto —dijo—. Cualquier duda, no dudes en llamarme. Te programé la siguiente cita para la próxima semana.

Cuando Rupert regresó, me levanté del asiento. Me extendió su mano y la tomé, apretándola suavemente, y le dediqué una sonrisa. Sentí cómo, en ese instante, estábamos un paso más cerca de aquello que había deseado durante tanto tiempo: convertirme en madre.

La doctora Ellen ya había puesto la próxima cita para la siguiente semana y me había entregado su tarjeta con la promesa de resolver cualquier duda. Salimos juntos del consultorio y nos dirigimos por el pasillo hacia el ascensor. Mis pensamientos estaban desbordados, entre los exámenes, la nueva alimentación, las posibilidades de éxito y todo lo que vendría después.

Justo antes de entrar al ascensor, algo en el suelo llamó mi atención. Me detuve. Había un pañuelo blanco perfectamente doblado, bordado con unas iniciales en un delicado hilo azul: R. P.

Me agaché para recogerlo, y al desplegarlo pude leer el nombre completo: Richard Preece.

El corazón me dio un vuelco. Lo sostuve unos segundos, perdida en pensamientos que no terminaba de ordenar, cuando la voz de Rupert me sacó de mi trance.

—Nora —me llamó desde el ascensor, con la mano en la puerta automática que amenazaba con cerrarse—, ¿vienes?

Lo miré, apreté el pañuelo entre mis dedos y asentí.

—Sí, ya voy —respondí, guardando el trozo de tela en mi bolso antes de entrar junto a él.

Las puertas se cerraron frente a nosotros, sellando el final de la primera etapa… y el inicio de algo que todavía no comprendía del todo.

De camino a casa, me quedé callada, mirando por la ventana mientras el coche avanzaba entre los caminos bordeados de árboles. No era un silencio incómodo, al contrario, era ese tipo de silencio lleno de pensamientos que no hace falta decir en voz alta. Rupert conducía tranquilo, dándome mi espacio.

—¿Puedes dejarme en el viñedo? —le pedí al fin, girándome hacia él—. Quiero pasar a ver cómo va todo.

Me sonrió, como siempre hacía cuando no necesitaba explicaciones.

—Claro.

El viñedo… Viñedo La Promesa. Cada vez que decía su nombre en voz alta, algo en mí se estremecía. Era el sueño de mamá, el lugar al que había entregado su vida y que ahora me tocaba a mí mantener vivo. A veces pensaba que todo lo que soy, lo que me esfuerzo por ser, estaba atado a esas tierras.

Cuando llegamos, los vi de lejos. Samuel y Grace Doyle, la pareja que había estado junto a mamá desde que las primeras parras crecieron en la colina. Samuel, con su inseparable sombrero de paja, me saludó levantando una mano. Grace, con su pañuelo floreado y la dulzura de siempre, me abrió los brazos apenas bajé del coche.

—¡Nora, qué sorpresa tan linda! —dijo, apretándome fuerte contra ella—. Justo a tiempo, estamos pisando uvas.

Rupert apagó el motor y me miró.

—Tengo que irme, pero luego paso por tu casa, ¿sí?

Lo abracé sin pensarlo, hundiéndome en su olor familiar.

—Gracias por todo. Nos vemos más tarde.

Él asintió, dándome una media sonrisa, y se marchó. Yo me volví hacia Grace y Samuel, que ya me esperaban con esa complicidad. Después de mama, ellos eran mi familia.

—¿Puedo unirme? —pregunté con una sonrisa que no pude contener.

—¡Claro que sí, niña! —rió Samuel—. Pero primero, a lavarse los pies.

Me quité los zapatos, arremangué el vestido y dejé que el agua fría del barril de madera me recorriera los tobillos. Sentí un cosquilleo al subir al gran tanque junto a otros que ya pisaban las uvas. El primer contacto fue extraño: piel contra la piel delicada de la fruta que estallaba bajo mis pies. El jugo comenzó a subir entre mis dedos, fresco, pegajoso y dulce.

Cerré los ojos un instante. Era imposible no sonreír. Por un momento, sentí que mamá estaba conmigo, riéndose a mi lado, con sus manos en la cintura, mirando con orgullo el fruto de tantos años de esfuerzo. Allí, descalza, rodeada de risas, me sentía viva, libre.

Samuel me observaba desde el borde del barril. Cuando las risas se calmaron y bajé, él me hizo una seña discreta.

—Nora, deberíamos hablar —dijo, bajando la voz—. En privado.

Su tono me tensó al instante. Samuel no era de usar palabras serias a la ligera. Lo seguí con el corazón golpeando fuerte, preguntándome qué podía ser tan importante.

Samuel me llevó hasta el cobertizo de herramientas, ese que siempre olía a madera húmeda y a tierra seca. Cerró la puerta tras de sí y se quitó el sombrero, apretándolo entre sus manos como si buscara valor en la fibra gastada.

—Nora —dijo, bajando la voz—. Tengo que contarte algo que no me gusta nada.

Tragué saliva, ya sintiendo que lo que venía no sería fácil.

—Hace unos días, unos hombres estuvieron merodeando por el viñedo. No hicieron nada, pero… no me gustó la forma en que observaban todo. Como si estuvieran midiendo cada rincón. —Hizo una pausa, mirándome serio—. Y lo que más me inquietó fue otra cosa: la visita de tu hermano. Elliot.

Mi estómago se encogió.

—¿Elliot estuvo aquí?

—Sí. Apareció sin previo aviso y pidió un recorrido. No dijo mucho, apenas preguntó sobre la producción, sobre las tierras, sobre el mantenimiento… Como si quisiera asegurarse de algo. —Samuel me estudió con el ceño fruncido—. ¿Tú sabías de esto?

Me quedé en silencio un instante. No podía seguir callando.

—Sí, Samuel. Sé exactamente lo que busca. —Me crucé de brazos, tratando de controlar la rabia que volvía a hervir en mi pecho—. Hace dos días vino a mi casa con un notario. Me acusó de haber falsificado el testamento de mamá… —la voz se me quebró, pero seguí— y dijo que quería que vendiera el viñedo para quedarse con la mitad del dinero.

Samuel me miró con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creerlo.

—¿Qué demonios…? —murmuró, indignado—. Tu madre dejó todo bien claro, Nora. Ese viñedo era su vida, su herencia para ti.

—Lo sé —dije con un hilo de voz, sintiendo cómo la furia y el dolor se mezclaban dentro de mí—. Pero a Elliot nunca le importó. Desapareció cuando mamá más lo necesitaba, y ahora, a menos de tres meses de su muerte, viene a reclamar lo que nunca se ganó.

Samuel dejó el sombrero sobre la mesa de trabajo y me tomó suavemente del hombro.

—No te dejes intimidar. Tú tienes la verdad y a este viñedo de tu lado. Nadie podrá arrebatártelo.

Yo asentí, aunque por dentro temblaba. No solo por Elliot, sino por aquella sombra que parecía crecer alrededor de todo lo que mamá había dejado atrás.

Grace llamó desde la cocina, anunciando que la cena estaba lista. Samuel y yo nos miramos, y él abrió la puerta del cobertizo para dejar que la brisa fresca de la tarde disipara la tensión. Caminamos juntos hacia la mesa larga que Grace había preparado en el porche trasero, bajo las luces cálidas que colgaban de un árbol al otro, iluminando el viñedo como un cielo estrellado en la tierra.

El aroma a pan recién horneado y a estofado me envolvió, pero mi apetito no aparecía. Me senté frente a ellos, removiendo la comida con el tenedor sin llevarme un solo bocado a la boca.

Grace, atenta como siempre, me tomó la mano sobre la mesa. Su piel cálida y arrugada me transmitió más consuelo que cualquier palabra.

—¿Qué pasa, mi niña? —preguntó con dulzura—. No me gusta verte así. Vamos, come… o si no, Margaret me echará la bronca por no cuidar bien de nuestra niña.

Sonreí apenas al escuchar el nombre de mamá en su voz. Grace apretó mi mano un poco más fuerte.

—Ahora eres la mujer más fuerte y guerrera que conozco, Nora. Eres idéntica a tu padre.

Alcé la vista hacia ella, con el corazón encogiéndoseme en el pecho.

—Háblame de él otra vez, Grace —pedí casi en un susurro.

Grace intercambió una mirada con Samuel, que asintió en silencio, y luego me dedicó una sonrisa nostálgica.

—Norbert Davies… —suspiró—. El gran amor de tu madre. Aunque con el tiempo volvió a casarse, jamás volvió a ser la misma. Tu madre lo amaba con locura, con esa pasión que no se olvida. Pero la vida le arrancó a tu padre demasiado pronto. Un infarto se lo llevó cuando apenas eras una bebé. —Sus ojos brillaban con un velo de lágrimas que no llegó a caer—. Estoy convencida de que ahora están juntos, cuidándote desde arriba.

Su otra mano subió hasta mi rostro y acarició mi mejilla con ternura, como si quisiera borrar la tristeza que me cubría.

—Y estoy segura, mi niña, que algún día el amor llegará a tu vida… en el momento que menos lo esperes.

Me mordí el labio, incapaz de responder. No quería herir la esperanza que Grace intentaba regalarme, pero tampoco podía mentirme a mí misma. Alcé la mirada al cielo estrellado que se extendía sobre nosotros, infinito.

—No es algo que esté en mis planes.

Grace sonrió con ternura, como quien guarda la paciencia de toda una vida. Acarició mi mano otra vez.

—Cariño… precisamente ahí está la magia del amor —dijo despacio, como si cada palabra llevara consigo un secreto—. Nunca aparece cuando lo esperamos, ni cuando lo buscamos con desesperación. Llega cuando quiere, sin pedir permiso, irrumpiendo en tu vida como una tormenta que lo cambia todo. Y cuando lo hace… no hay planes que valgan, porque lo transforma todo, incluso a ti misma.

Me quedé en silencio, tragando el nudo en mi garganta, mientras la brisa nocturna me acariciaba el rostro y las luces del viñedo parpadeaban como luciérnagas sobre la mesa.

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