Mundo ficciónIniciar sesiónOlivia Green firmó un contrato, no un pacto con el diablo, aunque a veces le parezca lo mismo. Arruinada y sin opciones, acepta la oferta del hombre más frío e inalcanzable de la ciudad: Alexander Vance. Las cláusulas son claras: durante un año, será su esposa falsa. A cambio, él limpiará su nombre y le pagará una fortuna. Solo debe seguir tres reglas: no enamorarse, no cuestionarle y no olvidar que todo es una farsa. Olivia cumple su papel a la perfección, derritiendo con su sonrisa la imagen de tirano de Alexander y ganándose el corazón de su anciano abuelo. Pero hay una cláusula que no venía en el documento: la que dicta que cada caricia fingida, cada mirada posesiva y cada noche de pasión desatada la sumen en una deuda impagable. Porque Alexander Vance no vende su corazón; lo hipoteca. Y cuando el plazo del contrato se cumpla y las lágrimas de Olivia le recuerden que su amor no era parte del trato, él tendrá que decidir entre cobrar la deuda... o pagarla con la moneda que nunca creyó tener: su propio y vulnerable corazón. ¿Podrá un amor que nació de un papel sobrevivir al peso de un corazón en deuda?
Leer másEl sonido del martillo neumático no era nada comparado con el golpe sordo que resonaba en el pecho de Olivia Green. Desde la acera de enfrente, observaba cómo una grúa colocaba meticulosamente la letra "G" de "Green Designs" sobre la fachada de lo que había sido su sueño, su orgullo, su ruina. El letrero nuevo, brillante y impersonal, anunciaba "Oficinas Sterling". Un nombre frío para un espacio que alguna vez había palpitado con su creatividad.
—No podía dejar de venir a verlo —murmuró para sí misma, sintiendo el frío cortante de la mañana de Nueva York, que se le colaba hasta los huesos a través de su abrigo pasado de moda. Las yemas de sus dedos, entumecidas dentro de sus guantes finos, recordaban las interminables noches que había pasado dibujando planos en ese mismo lugar, creyendo que podría construir algo perdurable.
Un año. Solo un año le había durado su propia empresa de diseño de interiores. El banco había sido implacable. La economía, despiadada. Y ahora, no solo había perdido su negocio, sino también sus ahorros, su apartamento y, lo que era peor, la fe en sí misma. Cada clic de la grúa ajustando el letrero era como un martillazo sobre el ataúd de sus ilusiones.
—¡Señorita Green!
La voz áspera del señor Rossi, su principal acreedor, la sacó de su trance. El hombre, con un traje que le quedaba demasiado ajustado y un ceño perpetuo, se acercó a ella con pasos firmes. Olía a cigarros baratos y ambición desmedida.
—Pensé que la encontraría aquí. Ya lo ve, todo se ha terminado. Pero mi dinero no ha aparecido —dijo, sosteniendo frente a sus narices un fajo de papeles que representaban todas sus deudas. Olivia pudo ver sus propias firmas, garabateadas con esperanza, ahora manchadas por el sudor de las manos de Rossi.
—Señor Rossi, estoy buscando trabajo. He enviado currículums a todos lados. Apenas consiga algo, la primera paga será para usted —intentó explicar, con una voz que pretendía ser firme pero que se quebró ligeramente al final. Sabía que sonaba patético, pero la dignidad era un lujo que no podía permitirse.
—Trabajo… —el hombre soltó una risa burlona que reverberó en la fría calle—. Con esta economía, nadie va a contratar a una fracasada.
La palabra le golpeó con más fuerza que el viento invernal. Fracasada. Era lo que era, ¿no? Lo que todos veían. Sus amigos habían desaparecido, su familia le mostraba pena desde la distancia, y ahora este hombre le escupía en la cara la cruda realidad.
—Tiene hasta el final del mes —espetó Rossi, acercándose tanto que Olivia pudo ver los poros de su nariz—. Si no veo el dinero, no me quedará más remedio que llevar este asunto a los tribunales. No querrá acabar en la cárcel por una deuda, ¿verdad, cariño?
Le guiñó un ojo de manera grotesca antes de darse la vuelta y alejarse, sus pasos resonando sobre el pavimento con una finalidad aterradora. Olivia se quedó allí, temblando, sintiendo el peso de un millón de toneladas sobre sus hombros. La cárcel. ¿En serio? ¿Por una deuda que contrajo para salvar un negocio que se hundía más rápido de lo que podía remontar? El pánico, un líquido helado, comenzó a subir por su garganta, ahogándola. Se apoyó contra la pared de ladrillo de un edificio cercano, cerró los ojos y luchó por contener las lágrimas que ardían detrás de sus párpados. No lloraría. No aquí. No ahora. Se aferró a ese último vestigio de orgullo como a un salvavidas en un mar tormentoso.
—Señorita Green, ¿verdad? —una voz serena, completamente opuesta a la de Rossi, sonó a su lado, cortando el torbellino de sus pensamientos.
Olivia abrió los ojos sobresaltada. Frente a ella, un hombre impecablemente vestido con un traje gris perla y una actitud de tranquila autoridad la observaba. Su postura era erguida pero no rígida, y sus manos, enfundadas en guantes de cuero fino, sostenían un maletín de aspecto costoso. No parecía un cobrador. Parecía… abogado. O quizás algo más.
—¿Quién es usted? —preguntó Olivia, enderezándose y secándose disimuladamente una lágrima rebelde que se había escapado. Se sintió vulnerable, expuesta, como si este extraño hubiera sido testigo de toda su humillación.
—Mi nombre es Robert Thorne. Soy el asesor legal principal del señor Alexander Vance —dijo el hombre, entregándole una tarjeta de negocios blanca y gruesa, con un relieve sutil que gritaba lujo y dinero. El nombre "Alexander Vance" estaba grabado en letras simples pero imposiblemente elegantes.
Olivia miró la tarjeta, confundida. Alexander Vance. El nombre le sonaba, claro que le sonaba. Era una de las fortunas más grandes del país, un titán de los bienes raíces que aparecía en las portadas de Forbes, un fantasma en las revistas de sociedad del que se sabía todo sobre sus despiadadas adquisiciones empresariales y nada sobre su vida personal. Un hombre que convertía edificios en oro y, según los rumores, a las personas en polvo.
—No entiendo —susurró, mirando de la tarjeta al impecable Robert Thorne. ¿Qué podría querer Alexander Vance con ella? Apenas era un pez muerto en el océano en el que él nadaba.
—El señor Vance tiene una proposición para usted —Thorne sonrió, una expresión perfectamente calculada que no llegaba a sus ojos grises y penetrantes—. Una oportunidad comercial que resolvería todos sus… problemas financieros actuales. De forma permanente. Le daría un nuevo comienzo.
—¿Qué clase de oportunidad? —preguntó Olivia, con la voz cargada de una sana desconfianza. Nada en su vida había sido fácil. ¿Por qué iba a empezar ahora? Su instinto le gritaba que desconfiara, que ningún acuerdo que sonara demasiado bueno para ser verdad lo era. Y ofrecerle salir de la ruina total sonaba exactamente así.
—Eso es algo que debe discutir directamente con él —Thorne señaló con un gesto discreto una limusina negra y opaca que esperaba al final de la calle, como un lobo al acecho en la neblina matutina. El vehículo parecía absorber la luz a su alrededor—. El señor Vance valora la discreción y la eficiencia. Prefiere tratar estos asuntos cara a cara. ¿Tiene un momento?
Olivia miró la limusina, luego la fachada vacía de lo que fue su estudio, donde ahora solo quedaban los ecos de sus sueños destrozados, y finalmente la tarjeta en su mano. El nombre Alexander Vance parecía arder en su piel, una marca de un mundo al que no pertenecía. Cada instinto le gritaba que dijera que no, que se alejara, que corriera. Pero las palabras del señor Rossi aún resonaban en sus oídos, mezcladas con el eco metálico de la grúa. Fracasada. Cárcel. Hasta el final del mes.
Miró sus manos, que alguna vez habían esbozado diseños de hogares llenos de calidez y vida, y ahora solo sostenían el frío peso de la derrota. No tenía nada que perder. Absolutamente nada. Quizás, solo quizás, esta era la tabla de salvación que el destino, cruel y caprichoso, le arrojaba en su hora más oscura.
—Está bien —asintió, con una voz que apenas reconocía como propia, un susurro que se llevó el viento—. Tengo un momento.
Mientras se dirigía a la limusina, con Robert Thorne abriéndole la puerta con la misma elegancia con la que un carcelero abre una celda, no podía saber que ese "momento" marcaría el inicio de un acuerdo que destrozaría y reconstruiría su vida por completo. Que la deuda más grande que contraería no sería de dinero, sino de un corazón que jamás debió entregar. Al deslizarse en el interior oscuro y perfumado de cuero de la limusina, Olivia Green, la diseñadora fracasada, dejó atrás su antigua vida y cruzó un umbral del que no habría vuelta atrás. La puerta se cerró con un clic suave y definitivo.
La mañana se había deshecho en el torbellino metódico de la tarde. Olivia estaba inmersa en los planos de iluminación para el lobby del hotel, donde cada lámpara artesanal era una declaración de intenciones, una puntada más en el tapiz de su visión, cuando un leve golpe en la puerta interrumpió su concentración.Clara asomó la cabeza, una arruga de curiosidad surcando su frente usualmente serena. "Olivia, ha llegado un paquete para ti. Un mensajero privado. Parece... especial."Especial. La palabra resonó en el aire climatizado de la oficina. No era el embalaje marrón de un proveedor ni el sobre corporativo de un socio. Era algo distinto. Un mensajero con uniforme gris perla y guantes blancos depositó con ceremonia una caja alargada, de cartón beige y tacto aterciopelado, sobre la pulcra superficie de su escritorio. Una leve inclinación de cabeza y se desvaneció tan en silencio como había aparecido.Olivia se quedó sola con el objeto.Durante un largo minuto, solo miró la caja. No ten
El restaurante «Le Jardin» era un lugar discreto, de paredes forradas en seda color champán y mesas lo suficientemente separadas como para garantizar conversaciones privadas. Alexander eligió este lugar con precisión quirúrgica: lo suficientemente público como para disuadir cualquier drama, lo suficientemente exclusivo como para no ser molestado. Llegó exactamente a la hora acordada, y ella ya estaba allí.Isabella Rossi no había envejecido; se había refinado. Sentada junto a la ventana que daba a Central Park, su silueta era esbelta y elegante, envuelta en un vestido de color azul oscuro que realzaba sus ojos, del mismo tono penetrante que él recordaba. Su cabello, más corto que antes, estaba peinado con una precisión que hablaba de control. Cuando lo vio acercarse, una sonrisa se dibujó en sus labios, una curva perfecta y calculada que no llegaba a sus ojos.—Alexander —dijo su voz, un contralto suave que aún conservaba su acento italiano sutil—. Tan puntual como siempre.—Isabella
La lluvia cesó cerca de la medianoche, dejando las calles de Nueva York brillantes como obsidiana bajo la tenue luz de la luna. En el ático, el silencio era denso, cargado no con el misterio de una llamada anónima, sino con el peso de un nombre que Olivia ya conocía. Un nombre que Sebastian había sembrado en su mente como una semilla venenosa semanas atrás: Isabella Rossi.Alexander había intentado sumergirse en un informe de mercado asiático, pero sus ojos recorrían las mismas líneas una y otra vez sin procesar su significado. Olivia, sentada en el sofá con un libro que no leía, sentía la tensión como una presencia física entre ellos. Cada vez que miraba a Alexander, veía el rostro de Sebastian, su sonrisa burlona mientras decía: "¿Crees que eres la primera? Isabella Rossi... Él le mostró sus dudas, sus luchas... y cuando estuvo completamente enganchada... puf. La cortó sin piedad."Finalmente, Alexander cerró su portátil con un golpe seco. El sonido resonó en la quietud. Se pasó una
La euforia de la inauguración inminente del piso piloto en Boston era un zumbido constante en el aire del ático. Las muestras de tejido y los menús degustación habían dado paso a listas de invitados de prensa, itinerarios de tours y el brillo prometedor de lo que estaba a punto de revelarse al mundo. Olivia, con la llave de seguridad del sistema financiero de Vance Enterprises ahora físicamente conectada a su portátil, sentía una serenidad profunda. No era la calma de la ignorancia, sino la quietud del que conoce su terreno y su lugar en él. Había cruzado un umbral, no solo profesional, sino en su relación con Alexander. La confianza total que él le había otorgado era un cimiento sólido bajo sus pies.Alexander, por su parte, parecía compartir esa satisfacción contenida. Los últimos días habían estado marcados por una colaboración fluida, casi intuitiva. Discutían estrategias a largo plazo para Vance con la misma naturalidad con la que antes debatían los detalles de un grifo. Él valor
La noche había envuelto Nueva York en su manto de luces titilantes, pero en el ático de Alexander Vance, la jornada laboral estaba lejos de terminar. Olivia estaba sumergida en los últimos preparativos para la inauguración del piso piloto en Boston, que se celebraría en apenas cuarenta y ocho horas. Sobre su mesa se extendían muestras de tejido para la ropa de cama de última hora, el menú degustación para el evento de prensa y una pila de informes finales de Clara que detallaban cada centímetro cuadrado del espacio terminado. La energía era un zumbido de anticipación y meticulosidad.Alexander, por su parte, trabajaba en su estudio contiguo. El silencio entre ellos era cómodo, productivo, roto solo por el suave tecleo de sus respectivos portátiles y el ocasional susurro del aire acondicionado. Era la quietud de dos estrategas afinando los últimos movimientos antes de una batalla crucial, pero una batalla que, por primera vez, sentían que iban a ganar juntos.Olivia alzó la vista de un
El elogio de Eleanor Pembroke en la junta directiva actuó como un sello de aprobación final, no solo para el proyecto de Boston, sino para la propia Olivia. Ya no era la "esposa con una idea interesante"; era la arquitecta de un éxito tangible, una ejecutiva cuya capacidad de ejecución había sido validada por una de las voces más conservadoras y respetadas del consejo. Alexander, siendo el estratega supremo que era, no desperdició tal activo.Los cambios comenzaron de forma sutil. Una mañana, en lugar de la agenda habitual centrada únicamente en Boston, su asistente le entregó un dosier sobre la posible adquisición de una cadena de pequeños hoteles boutique en el Pacífico Noroeste.—El Sr. Vance ha solicitado su presencia en la reunión con el equipo de adquisiciones a las 11 —informó la asistente, con una neutralidad profesional que no lograba ocultar un destello de curiosidad.Olivia pasó la mañana sumergiéndose en los detalles de la cadena "Bosque Puro". Estudió sus números, su demo
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