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Capítulo 3: Las Cadenas de Seda

El trayecto de regreso a lo que quedaba de su vida fue un viaje a través de un espejo distorsionado. La limusina ya no parecía una burbuja de lujo, sino una celda móvil que la transportaba de vuelta a la cruda realidad, pero cargada con el peso de una promesa monstruosa. Robert Thorne, sentado nuevamente frente a ella, había sacado un iPad y enumeraba una lista de tareas con una frialdad burocrática que helaba la sangre.

—Lo primero será la reubicación —dijo, deslizando un dedo sobre la pantalla—. Tiene que desalojar su actual residencia antes de las 48 horas. Un equipo de mudanzas se encargará de empacar y guardar sus pertenencias en un almacén con clima controlado.

Olivia asintió mecánicamente, mirando por la ventana cómo los imponentes rascacielos del distrito financiero daban paso a los edificios más modestos de su vecindario. Cada bloque que pasaba era un recordatorio de la vida que estaba a punto de dejar atrás, de la Olivia que creía ser.

—¿Mis cosas…? —logró preguntar, su voz ronca.

—Serán tratadas con el máximo cuidado, se lo aseguro —respondió Thorne sin levantar la vista—. Pero no podrá llevarlas a la residencia del señor Vance. Él tiene… un gusto muy específico.

La residencia del señor Vance. Las palabras sonaban a sentencia.

—Una vez instalada, comenzará su… adiestramiento —continuó el abogado—. Protocolo, modales, historia familiar de los Vance, gustos y aversiones del señor Vance, respuestas preaprobadas a preguntas intrusivas. Deberá aprendérselo todo. No hay margen para el error.

El ascensor de su edificio, siempre ruidoso y temperamental, pareció quejarse más de lo usual al subir. Cuando abrió la puerta de su pequeño estudio, el contraste con la vastedad del ápice de Vance fue tan brutal que le faltó el aire. Aquí estaba su vida, condensada en 40 metros cuadrados: los planos enrollados en un rincón, los libros de diseño apilados de forma precaria, la taza de café con la frase "El caos es un orden por descifrar" que le había regalado su exsocio. Todo olía a polvo, a sueños frustrados y a humedad.

Se dejó caer en el sofá, cuyo hundimiento le había resultado alguna vez acogedor y ahora solo le parecía decadente. Abrió su bolso con manos temblorosas y sacó la copia del contrato que Thorne le había entregado. Las cláusulas, que en el despacho de Vance habían parecido una abstracción, ahora adquirían una nitidez aterradora.

"Cláusula 7: La Parte B (Olivia Green) cede todo derecho a su imagen privada y pública durante la vigencia del contrato. Toda fotografía, interacción social y aparición pública será supervisada y aprobada previamente por la Parte A (Alexander Vance)."

"Cláusula 12: La Parte B se compromete a residir en la propiedad designada por la Parte A y a no ausentarse de ella por más de doce horas consecutivas sin autorización expresa por escrito."

"Cláusula 15: Cualquier contacto íntimo o romántico con terceros, real o percibido, constituirá una violación grave y supondrá la terminación inmediata del contrato y la reclamación total de los fondos adelantados."

Eran las cadenas. Cadenas de seda, forradas en dinero, pero cadenas al fin. Lo más perturbador era la "Cláusula 3: Disposición Emocional", que detallaba con precisión quirúrgica la prohibición de desarrollar "apego emocional, dependencia afectiva o sentimientos románticos" hacia Alexander Vance. Era como firmar un acuerdo para no respirar bajo el agua.

Un golpe seco en la puerta la sobresaltó. —¡Olivia! ¡Abre, sé que estás ahí! —era la voz áspera del señor Rossi.

El pánico, un viejo conocido, se apoderó de ella. Antes, esa voz la habría paralizado. Ahora, una fría y nueva determinación se abrió paso a través del miedo. Se levantó, se enderezó la postura y abrió la puerta.

Rossi estaba al otro lado, con la misma sonrisa desagradable. —¿Tienes mi dinero, cariño?

—No —dijo Olivia, y la palabra sonó liberadora.

La sonrisa de Rossi se desvaneció. —¿Qué quieres decir con que no?

—Quiero decir que no le pagaré —respondió ella, manteniendo la voz sorprendentemente serena—. Ni a usted ni a ningún otro acreedor. Considere su deuda saldada.

Rossi soltó una carcajada incrédula. —¿Saldada? ¿Con qué? ¿Con tus lindos dibujitos?

—Eso no es asunto suyo —Olivia sintió cómo el poder de la situación cambiaba, impulsado por la invisible pero omnipresente sombra de Alexander Vance—. Recibirá una notificación formal de su abogado en las próximas horas. Ahora, si me disculpa, tengo que empacar.

La expresión de Rossi pasó de la burla a la confusión y luego a una rabia impotente. —¿Abogado? ¿Qué tramas, niña? ¡Esto no se va a quedar así!

—Creo que sí —respondió Olivia, y cerró la puerta lentamente en su cara, el golpe de la madera contra el marco sonó como un punto final.

Se apoyó contra la puerta, el corazón latiéndole con fuerza. No era valentía, lo sabía. Era el reflejo prestado de un poder que no era suyo. Pero, por primera vez en meses, no se sentía impotente.

Al día siguiente, tal como Thorne había prometido, un equipo de tres personas impecablemente vestidas llegó a su puerta. Empacaron toda su vida en cajas de cartón reforzado con una eficiencia deshumanizante. No hicieron preguntas. No emitieron juicios. Solo trabajaban.

—Señorita Green —dijo la líder del equipo, una mujer de mediana edad con el pelo recogido en un moño severo—. El señor Thorne nos ha encargado que la llevemos directamente a la residencia Vance. Su nuevo guardarropa ya ha sido provisto allí.

Su nuevo guardarropa. Las palabras resonaron en su mente mientras el coche negro se alejaba de su edificio por última vez. No miraba hacia atrás. No podía permitirse el lujo de la nostalgia. Se dirigía a su nueva vida, a su nueva celda, a su nuevo papel.

La "residencia" resultó ser un penthouse de tres plantas en uno de los edificios más exclusivos de Upper East Side, con vistas al Central Park. Pero a diferencia del despacho de Vance, aquí había un intento de calidez: muebles de líneas limpias, pero en maderas cálidas, obras de arte abstractas en tonos tierra, alfombras gruesas que amortiguaban el sonido. Era una prisión de cinco estrellas, diseñada para ser lo suficientemente cómoda como para que no intentara escapar.

Una mujer mayor, de rostro amable, pero con una postura rigurosa, la esperaba en la entrada. —Bienvenida, señorita Green. Soy Eleanor, la ama de llaves. El señor Vance ha indicado que debe familiarizarse con la casa. Su habitación está en la segunda planta. Le ruego que evite el ala este, es la suite privada del señor Vance.

La suite privada. Por supuesto. Incluso en su propia prisión, habría territorios vedados.

Su habitación era enorme, con un baño de mármol y un vestidor que contenía una colección de ropa de diseñador, todas etiquetadas con su talla exacta. Nada de ello era de su gusto. Eran armas de un arsenal, herramientas para un personaje.

En la mesita de noche, junto a una lámpara de diseño, había un dosier grueso. La portada decía: "Manual de Conducta: Familia Vance". Olivia lo abrió por la primera página.

"Regla 1: Bajo ninguna circunstancia debe contradecir al señor Vance en público."

"Regla 5: El contacto físico se limitará a lo estrictamente necesario para mantener las apariencias. La mano en la espalda, el brazo entrelazado. Nada más."

"Regla 12: Nunca hable de su pasado. Usted es Olivia Vance ahora. Una historiadora del arte de familia acomodada. Memorice el background proporcionado."

Dejó el dosier sobre la cama, sintiendo el peso del papel como si fuera de plomo. Se acercó a la ventana, mirando el atardecer teñir de naranja y púrpura los rascacielos del otro lado del parque. En algún lugar de esta misma ciudad, Alexander Vance seguía con su vida, dirigiendo su imperio, sin darle probablemente ni un pensamiento. Para él, ella era un recurso, un activo, una pieza en el tablero.

Para ella, él se había convertido en el eje alrededor del cual giraba su existencia. Una existencia prestada, regulada por cláusulas y manuales.

Tomó una de las blusas nuevas, de seda color marfil, y la sostuvo contra su cuerpo frente al espejo. La mujer que le devolvía la mirada tenía su rostro, pero la ropa, la postura, la vida… todo era ajeno. Olivia Green, la diseñadora, se estaba desvaneciendo. ¿Quién emergería en su lugar al final de esos doce meses?

Una sola palabra, fría y clara, resonó en el silencio de la lujosa habitación.

—Actriz —susurró para sí misma.

Y la función estaba a punto de comenzar.

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