La primera semana en la residencia Vance transcurrió con la precisión silenciosa de un reloj suizo. Olivia se despertaba cada mañana en la cama de dosel, se vestía con las prendas anónimamente elegantes que le habían proporcionado y desayunaba sola en la mesa de comedor de diez puestos, bajo la atenta mirada de Eleanor. La ama de llaves era amable pero distante, una guardiana más que una compañera.
El "manual de conducta" se convirtió en su Biblia. Lo estudió hasta altas horas de la noche, memorizando los nombres de los miembros de la familia Vance, sus empresas, sus escándalos discretos y sus alianzas. Aprendió que a Alistair Vance le encantaba el jazz de los años 40 y detestaba la comida picante. Que la tía de Alexander, una mujer llamada Beatrice, era una viuda chismosa y entrometida. Que su primo, Sebastian, era un playboy envidioso que ansiaba un puesto más alto en la empresa.
Aprendió, sobre todo, el "background" que habían fabricado para ella: Olivia Vance, nacida en una familia adinerada de Boston, educada en Europa, historiadora del arte independiente. Una vida tan pulida y vacía como los pasillos del penthouse.
Alexander Vance era un fantasma en su propia casa. Olivia lo veía a veces, brevemente, cuando él pasaba por la planta baja para recoger unos documentos o dar una instrucción a Eleanor. Sus miradas se cruzaban en ocasiones, y en cada una, Olivia sentía el mismo escalofrío de evaluación. Él no veía a una persona; veía un proyecto, un activo que debía rendir. Nunca le dirigía la palabra fuera de los estrictos ensayos que Thorne supervisaba.
Fue en uno de esos ensayos, una tarde lluviosa, cuando llegó la primera prueba real.
Thorne estaba repasando con ella las respuestas adecuadas a preguntas sobre "cómo se conocieron" (una subasta de caridad en Ginebra) y "cuál fue su primera cita" (un paseo privado por los jardines del Musée d'Orsay), cuando el teléfono de Thorne vibró. Lo miró y asintió para sí mismo.
—Cambio de planes —anunció, guardándose el teléfono—. El señor Vance la requiere. Su abuelo ha tenido un… buen día. Quiere cenar con ustedes. Esta noche.
El corazón de Olivia dio un vuelco. —¿Esta noche? Pero… no estoy lista.
—Nunca se está completamente listo —replicó Thorne con su flema habitual—. Es la oportunidad perfecta. Una cena íntima. Menos presión. Suba a vestirse. Alguien la ayudará.
La "ayuda" resultó ser una estilista francesa llamada Colette, que llegó con un equipo de dos asistentes y un guardarropa móvil. En una hora, transformaron a Olivia. Su cabello, alisado hasta la perfección, cayó en ondas suaves sobre sus hombros. Su maquillaje, natural pero impecable, realzó sus pómulos y ocultó las sombras de insomnio bajo sus ojos. La eligieron un vestido de noche de color verde esmeralda, sencillo pero cortado con una precisión que hacía que la seda fluyera sobre su cuerpo como agua.
Cuando bajó las escaleras, Alexander Vance la esperaba al pie de ellas. Él también estaba impecable, con un traje oscuro que parecía fundido a su cuerpo. Sus ojos grises la recorrieron de arriba abajo, y por un instante, Olivia creyó ver un destello de algo que no fuera evaluación. Aprobación, quizás. O simple satisfacción por la calidad de su inversión.
—Lista —dijo, no como una pregunta, sino como una afirmación.
—Sí —respondió ella, ajustándose mentalmente la máscara de Olivia Vance.
—Recuerde —murmuró él, acercándose lo suficiente para que ella pudiera percibir su aroma, una mezcla limpia de jabón de cedro y algo intenso y masculino—. Sonría. Asienta. No hable a menos que sea estrictamente necesario. Y por nada del mundo mencione su pasado real.
La suite de Alistair Vance ocupaba toda la planta superior del edificio del hospital, transformada en un santuario de lujo contra la enfermedad. Las máquinas médicas estaban discretamente escondidas detrás de paneles de madera, pero el olor a antiséptico y el suave pitido de un monitor delataban la verdad.
Alistair Vance estaba sentado en un sillón, envuelto en una bata de seda, frente a una mesa puesta con mantelería de hilo y cristalería de Waterford. Era la versión espectral de su nieto: la misma mandíbula fuerte, los mismos ojos grises, pero desgastados por la edad y el dolor. Sin embargo, cuando los vio entrar, una chispa de vida iluminó su mirada.
—Alexander —dijo su voz, ronca pero clara—. Por fin me presentas a la mujer que logró capturar tu atención.
Alexander se acercó y puso una mano en el hombro del anciano con un gesto que a Olivia le pareció genuinamente afectuoso. —Abuelo, esta es Olivia. Olivia, mi abuelo, Alistair.
Olivia avanzó, con la sonrisa que había practicado frente al espejo: cálida, pero no efusiva. Elegante, pero no distante. —Es un honor conocerle, señor Vance. Alexander me ha hablado mucho de usted.
—¿Oh, sí? —Alistair esbozó una sonrisa pícara—. ¿Y te dijo también lo que un viejo terco y testarudo puede llegar a ser?
—Insistió en que era un hombre de principios —respondió Olivia, recordando una línea del guion—. Y que su amor por el jazz solo era superado por su amor por la familia.
La sonrisa de Alistair se ensanchó. —Bien respondido. Siéntate, hija. Cuéntame, Alexander dice que eres historiadora del arte. ¿Especialidad?
Olivia lanzó una mirada rápida a Alexander, que asintió casi imperceptiblemente. —El Renacimiento italiano, principalmente. Aunque últimamente me he sentido fascinada por los patrones de diseño en la arquitectura gótica.
Era una mentira. Ella era una diseñadora de interiores, no una historiadora. Pero había leído lo suficiente en la última semana como para sonar convincente.
La cena transcurrió con una fluidez sorprendente. Alexander, para su asombro, interpretó su papel a la perfección. Su mano, cuando posaba sobre la de ella sobre el mantel, era firme y cálida. Su mirada, cuando se posaba en ella, simulaba un afecto tranquilo. Era un actor consumado. Olivia respondió en amabilidad, riendo en los momentos adecuados, escuchando con atención cuando Alistair contaba anécdotas del pasado, siempre manteniendo el contacto visual y una sonrisa serena.
—Tienes una luz especial, Olivia —dijo Alistair de repente, después del postre, su voz un poco más débil—. Este muchacho —señaló a Alexander con la cabeza— siempre ha estado rodeado de sombras. Es bueno verlo acompañado por algo de calidez.
Olivia sintió una punzada de culpa tan aguda que le costó respirar. —La calidez es fácil de encontrar cuando se está al lado de la persona correcta —musitó, repitiendo otra línea prefabricada.
Alexander le apretó la mano, un gesto que para Alistair parecería cariñoso, pero que para ella fue una advertencia. No te pases.
Poco después, Alistair comenzó a mostrar signos de fatiga. Se despidieron con promesas de volver pronto. En el ascensor, en el silencio repentino, la fachada se desvaneció. Alexander soltó su mano como si quemara.
—Bien —dijo, ajustándose el cuello de la camisa—. Aprobó. Fue… aceptable.
Aceptable. La palabra la golpeó con más fuerza de lo que esperaba. Había puesto toda su energía, toda su concentración, en esa actuación, y todo lo que había conseguido era un "aceptable".
—¿Solo aceptable? —preguntó, incapaz de contenerse.
Él la miró, y por primera vez, vio una chispa de algo genuino en sus ojos: irritación. —No espere halagos, Olivia. Cumplió con lo acordado. Nada más. Y nada menos.
El coche los llevó de vuelta al penthouse en un silencio tenso. Cuando llegaron, Alexander se dirigió directamente a su ala este sin una palabra. Olivia subió a su habitación, se quitó el vestido de seda esmeralda y se quedó mirando su reflejo en el espejo del baño. La mujer del vestido verde, la que había sonreído y había dicho todas las palabras correctas, le resultaba completamente ajena.
Se lavó la cara, frotándose la piel hasta que estuvo enrojecida, como si pudiera quitarse la máscara. Luego, se puso un cómodo pantalón de yoga y una camiseta, la única ropa que había logrado rescatar de su antigua vida y que Eleanor, con desaprobación, había permitido que guardara en un cajón.
Se acercó a la ventana, abrazándose a sí misma. Abajo, las luces de la ciudad centelleaban, indiferentes. Había pasado la primera prueba. Había sido "aceptable". Pero en lugar de alivio, solo sentía un vacío profundo y resonante. Una pregunta comenzó a formarse en su mente, tan peligrosa como la cláusula que prohibía enamorarse:
¿Quién sería ella cuando, en un año, se quitara por última vez esta máscara? ¿Quedaría algo de la verdadera Olivia Green, o solo el eco bien entrenado de una actriz?