El vestido que Olivia eligió no era negro. Era de un azul noche profundo, casi negro, pero con un brillo sutil de seda mate que captaba la luz como la superficie de un lago en la oscuridad. No era un color de luto, era un color de poder. Imponente, tal como Alexander había ordenado. Colette, la estilista, había recogido su cabello en un elegante moño que dejaba al descubierto su nuca y la línea de su mandíbula, acentuando una postura que ya no era solo entrenada, sino desafiante.Al bajar las escaleras, encontró a Alexander esperándola en el gran vestíbulo. Él también se había alejado del luto tradicional. Llevaba un traje de un gris oscuro, casi carbón, con una corbata de seda del mismo azul que su vestido. El mensaje era inconfundible: eran un equipo, una unidad.—Está lista —afirmó él, y esta vez no era una evaluación, era un reconocimiento.—Lo estoy —respondió ella, y tomó el brazo que él le ofrecía.El comedor principal de Blackwood Manor nunca se había sentido tan hostil. La la
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