La revelación silenciosa de la noche anterior cargó el aire de Blackwood Manor con una electricidad distinta. Olivia desayunaba, no en el comedor principal, sino en el pequeño solárium oriente, cuando Alexander entró. No era un cruce fortuito. Su presencia, a esa hora y en ese lugar, era deliberada.
—Hoy nos trasladamos a la suite del piso superior del hospital —anunció sin preámbulos, sirviéndose café—. Mi abuelo ha empeorado. Los médicos creen que es cuestión de días. Quizás horas.
La noticia le golpeó en el estómago. No por Alistair, a quien apenas conocía, sino por lo que significaba. El final del juego se acercaba, y con él, la incertidumbre.
—Lo siento —murmuró, y esta vez no era parte del guion.
Alexander la miró, evaluando su sinceridad. —Necesitamos intensificar la farsa. A partir de ahora, viviremos allí. La familia estará yendo y viniendo constantemente. No puede haber ningún desliz.
—Entiendo.
—No, no lo entiende —su voz era cortante—. Mi tío Charles, el padre de Sebastian