Blackwood Manor se alzaba como un centinela de piedra y vidrio contra el cielo plomizo de Connecticut. Después de tres semanas viviendo entre sus muros, Olivia comenzaba a comprender que la mansión no era solo una casa; era el termómetro de un ecosistema social perfectamente aislado. Cada crujido del parqué de roble bajo sus pies, cada susurro discreto de los numerosos empleados, cada mirada desde los retratos de antiguos Vance que poblaban las galerías, parecían evaluar su permanencia. Era una intrusa, y la casa entera lo sabía.
La rutina era implacable. Sus mañanas seguían perteneciendo a Madame Dubois y a Robert Thorne, pero ahora sus lecciones ocurrían en el salón de música oriente o la biblioteca, habitaciones tan vastas que su voz producía un eco tenue. Alexander era un fantasma que cruzaba su camino en una coreografía de ausencias calculadas: un cruce silencioso en un pasillo infinito, una figura solitaria bebiendo café en la terraza al amanecer antes de que ella bajara, el rui