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Capítulo 2: El León en su Guarida

El interior de la limusina era tan silencioso como una tumba de lujo. El aire, filtrado y perfumado con una discreta nota de sándalo y cuero, era una barrera olfativa contra el caos exterior de Nueva York. Olivia se hundió en el asiento de piel más suave que había tocado en su vida. Era como si el mundo real se estuviera desvaneciendo, reemplazado por esta burbuja de riqueza impasible.

Robert Thorne se sentó frente a ella, colocando el maletín sobre sus rodillas. No sacó ningún documento. Solo la observaba con esa calma inquietante.

—El viaje será breve. El señor Vance detesta perder el tiempo —comentó, su voz un hilo de seda en la quietud.

Olivia asintió, sin confiar en su propia voz. Las preguntas se agolpaban en su mente, formando un torbellino de ansiedad. ¿Por qué ella? ¿Qué podía ofrecerle a un hombre como Alexander Vance? ¿Había hecho algo malo? ¿Era esto alguna elaborada trampa?

El trayecto fue breve. La limusina se deslizó hasta el sótano de un rascacielos imponentea, un edificio de líneas tan limpias y frías que parecía cortar el cielo. Las puertas de un ascensor privado se abrieron silenciosamente ante ellos. Thorne la guio con un gesto. El ascenso fue tan rápido y silencioso que a Olivia le dio una leve sensación de vértigo. No había botones visibles, ningún indicio de a qué piso se dirigían. Era como ser transportada a otra dimensión.

Cuando las puertas se abrieron, contuvo el aliento.

No era una oficina. Era el ápice del mundo. Un espacio vasto y abierto, con paredes de vidrio del suelo al techo que ofrecían una vista panorámica y desgarradora de Manhattan. La luz del invierno, pálida y gloriosa, se derramaba sobre pisos de mármol pulido y muebles de diseño minimalista, tan austeros como costosos. No había un solo objeto personal, ni una fotografía, ni una planta que sugiriera que un ser humano habitaba aquel lugar. Era la guarida de un predador, elegantemente amueblada.

Y en el centro de aquella inmensidad, de espaldas a ella, contemplando la ciudad como si fuera su mapa de batalla personal, estaba Alexander Vance.

Olivia lo reconoció al instante, aunque solo había visto fotografías borrosas en artículos de prensa. Era más alto de lo que imaginaba, con una espalda ancha que tensaba la impecable tela de su traje azul marino. Su postura irradiaba una autoridad tan absoluta que parecía alterar la gravedad de la habitación. Todo el aire se espesó, cargado de una energía potencial, como antes de una tormenta.

Thorne se aclaró la garganta suavemente. —Señor Vance, la señorita Green.

Alexander Vance se giró lentamente.

Olivia había esperado encontrar crueldad en sus ojos, o arrogancia, o la frialdad vacía de un psicópata. Pero no era eso lo que vio. Sus ojos eran de un gris intenso, del color del acero y la piedra húmeda. No eran fríos, sino profundamente calculadores. Escudriñaron cada centímetro de ella, desde sus botas modestas hasta su abrigo desgastado, hasta el desorden de su cabello castaño alborotado por el viento. No fue una mirada de desprecio, sino de evaluación. Como un ingeniero examinando una pieza de maquinaria compleja.

—Gracias, Robert. Puedes retirarte —dijo su voz. Era grave, serena, sin un ápice de emoción innecesaria. Una voz acostumbrada a ser obedecida.

Thorne inclinó ligeramente la cabeza y desapareció en el ascensor, dejándolos solos en la vastedad de la habitación. El silencio se hizo más profundo, más pesado.

—Señorita Green —comenzó Vance, sin ofrecerle un asiento, sin un saludo—. Robert le habrá informado que tengo una proposición.

—Así es —logró decir Olivia, forzándose a mantener la voz firme. No iba a permitir que este hombre, en su torre de marfil, la intimidara por completo. Ya estaba lo suficientemente hundida—. Aunque nadie me ha informado de qué se trata.

Vance esbozó una sonrisa leve, tan calculada como la de Thorne. No llegó a sus ojos. —Directa. Me agrada. Mire a su alrededor, señorita Green. ¿Qué ve?

Olivia parpadeó, confundida por la pregunta. —Ve… éxito. Poder.

—Ve control —la corrigió él, y fue como si una capa de hielo se formara en el aire—. Control sobre el entorno, sobre las circunstancias, sobre las personas. El control es la única moneda que tiene un valor real. Y en este momento, mi control sobre una situación… personal, se está viendo amenazada.

Caminó hacia su escritorio, una plancha de ébano pulido que parecía flotar en el centro de la sala. Sobre ella solo había un iPad y un solo documento en una carpeta de cuero.

—Mi abuelo, Alistair Vance, el patriarca de nuestra familia y el fundador de todo esto —hizo un gesto vago hacia la ciudad bajo el cristal—, está muriéndose. El cáncer es implacable, incluso con los titanes.

Olivia guardó silencio, esperando. Sentía que estaba al borde de un precipicio.

—Mi abuelo tiene una… peculiaridad —continuó Vance, sus dedos largos acariciando la carpeta—. Es un hombre de otra era. Cree en la familia, en la tradición, en la estabilidad. Y, en su lecho de muerte, su último deseo es verme… establecido. Casado.

Una risa nerviosa, amarga, le subió a la garganta a Olivia, pero logró contenerla. ¿Esto era una broma?

—No entiendo —repitió, por segunda vez esa mañana—. ¿Qué tengo que ver yo con eso?

Vance abrió la carpeta. —Todo. Usted, señorita Green, es mi solución. Necesito una esposa. Temporal. Ficticia. Alguien presentable, inteligente, con la compostura suficiente para engañar a un hombre viejo y enfermo, pero no tan… conectada a mi mundo como para crear complicaciones posteriores. Alguien desesperada.

La palabra le golpeó con la fuerza de un puño. Desesperada. Era un diagnóstico, no un insulto. Y era exacto.

—Usted —prosiguió, deslizando el documento hacia ella—, según los informes que tengo, es solventemente desesperada. Sin familia inmediata que interfiera, con deudas que superan cualquier posibilidad real de pago, y con una carrera en ruinas. Es, en resumen, la candidata perfecta.

Olivia miró el documento. Era un contrato. Las palabras "ACUERDO DE UNION TEMPORAL Y CONFIDENCIALIDAD" destacaban en negrita en la primera página. Su corazón latía con tanta fuerza que temía que él pudiera oírlo.

—¿Está… proponiéndome que me case con usted? —preguntó, incapaz de ocultar el tono de incredulidad.

—Le estoy proponiendo un acuerdo comercial —rectificó él, su voz cortante—. Un año de su vida. Durante ese tiempo, actuará como mi devota y amorosa prometida y luego esposa frente a mi abuelo y el círculo familiar necesario. A cambio, yo liquido todas sus deudas. Todas. Y al final del contrato, recibirá un pago único de cinco millones de dólares. Libre de impuestos.

Los números flotaron en el aire entre ellos. Eran tan grandes que carecían de sentido. Eran una abstracción, un billete de lotería. Con eso, no solo saldría de deudas. Sería rica. Libre. Podría empezar de cero, en cualquier lugar, sin el fantasma del fracaso pisándole los talones.

—¿Y las… condiciones? —preguntó, su voz apenas un susurro.

—Las condiciones son simples —dijo Vance, enumerándolas con los dedos—. Uno, discreción absoluta. Esto no sale de esta habitación. Dos, obediencia. Usted sigue el guion que yo escriba. Asiste a los eventos que yo indique, vive donde yo diga, se comporta como yo exija. Y tres, la más importante —sus ojos grises se clavaron en los de ella, y por primera vez, Olivia sintió un verdadero escalofrío—: No se enamora de mí. Esto no es un cuento de hadas. Es una transacción. Si desarrolla sentimientos, será su problema, no el mío. Y constituirá una violación del contrato.

Olivia miró el documento, luego a Vance, y luego a la ciudad esparcida a sus pies como un juguete. Un año. Solo un año. Podría aguantar cualquier cosa durante un año. Podría actuar, fingir, someterse. La alternativa era la ruina total, la posible cárcel, una vida de miseria.

—¿Y si me niego? —preguntó, casi por inercia.

Vance se encogió de hombros, un gesto pequeño y letal. —Entonces puede tomar el ascensor y volver a su vida. O a lo que quede de ella. La elección es suya, señorita Green. Pero sepa que esta oferta no se repetirá.

Olivia cerró los ojos. Respiró hondo, inhalando el aroma a sándalo y poder. Vio la cara burlona del señor Rossi, el letrero de "Sterling" reemplazando al suyo, la celda fría y oscura que podría ser su futuro.

Al abrirlos, su mirada se había endurecido. El miedo seguía allí, un nudo de hielo en su estómago, pero por encima de él flotaba una fría y clara resolución.

—Necesito un bolígrafo —dijo, y su voz ya no temblaba.

Alexander Vance le tendió una pluma fuente de plata, pesada y fría al tacto. Sin vacilar, Olivia Green firmó la primera página, sellando su destino con un garabato que entregaba un año de su vida al hombre más peligroso que jamás había conocido. El sonido de la pluma sobre el papel fue el de una cadena arrastrándose, suave y dorada, pero una cadena al fin.

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