La vida de Olivia se convirtió en una coreografía meticulosa. Las mañanas comenzaban con una sesión de protocolo con una consultora llamada Madame Dubois, una mujer de cabello plateado y modales intachables que podía detectar una postura incorrecta a diez metros de distancia.
—La espalda, señorita Vance. Recta, pero no rígida. Imagine un hilo de plata que la sostiene desde el cielo —corregía con una voz suave como la seda rasgada—. La sonrisa para la prensa es diferente a la sonrisa para la familia. Una es cortés, la otra debe ser… cálidamente reservada.
Olivia sentía cómo cada movimiento natural era desarmado y reensamblado según el molde Vance. Hasta su forma de caminar fue ajustada: pasos más largos y seguros, sin prisa, pero con propósito. "Nunca apresurada, nunca indecisa", era el mantra de Madame Dubois.
Por las tardes, Robert Thorne se encargaba de su educación "familiar". Le presentaba dosieres sobre las empresas rivales, los matrimonios estratégicos de la alta sociedad y los escándalos que debía evitar mencionar. Fue en una de estas sesiones cuando Olivia, sintiéndose particularmente ahogada por la avalancha de información insustancial, cometió su primer error.
—¿Y la madre de Alexander? —preguntó, buscando un atisbo de humanidad en el árbol genealógico—. No aparece en ningún dosier.
El cambio en la atmósfera fue instantáneo. La habitación, siempre fresca, pareció congelarse. Thorne, que estaba pasando una página, dejó su mano en el aire.
—Ese es un tema que no se toca, señorita Green —dijo, y su voz había perdido toda su profesional neutralidad, adoptando un tono cortante—. Bajo ninguna circunstancia. Ni con el señor Vance, ni con el abuelo, ni con nadie. Es la Regla Cero. ¿Está claro?
Olivia asintió, sintiendo una mezcla de curiosidad y temor. La reacción era demasiado visceral para ser solo un simple tabú. Había una herida allí, una profunda y protegida.
Esa misma noche, tuvo su primera interacción no supervisada con Alexander. Bajó a la cocina en busca de un vaso de agua, encontrándolo de pie frente a la nevera abierta, iluminado solo por la luz interior. Llevaba pantalones de chándal y una camiseta blanca, simple, que parecía fuera de lugar en su persona siempre impecable. Se veía… humano. Cansado.
—No podía dormir —dijo Olivia, sintiendo la necesidad de romper el silencio.
Él se volvió, sin mostrar sorpresa. —El silencio aquí puede ser ensordecedor —comentó, cerrando la nevera. Se apoyó contra la isla de la cocina, cruzando los brazos. Sus ojos, en la penumbra, parecían más oscuros, menos impenetrables—. Thorne me informó que preguntaste por mi madre.
Olivia contuvo el aliento. —Fue una pregunta inocente. Lo siento.
—No hay nada que sentir. Es un tema cerrado —su voz era plana, pero Olivia, ahora más entrenada para leerlo, detectó una tensión en su mandíbula—. En este mundo, Olivia, la curiosidad es un lujo que no nos podemos permitir. Cada pregunta tiene un precio. Cada respuesta, una consecuencia.
—¿Y cuál es el precio de preguntar por qué está haciendo todo esto? —se arriesgó a decir, abrazando su vaso de agua como un talismán—. ¿Por qué esta farsa? Usted no parece el tipo de hombre que se molesta en complacer los caprichos de nadie, ni siquiera los de su abuelo moribundo.
Alexander la estudió por un largo momento. La luz de la luna que se filtraba por la ventana acariciaba su perfil, tallándolo en plata y sombras.
—Mi abuelo no es un capricho. Es el único pilar que me queda —confesó, y la crudeza de sus palabras tomó a Olivia por sorpresa—. Y la herencia no es solo dinero. Es el control de la empresa. Es la silla desde la que se dirige todo. Mi primo Sebastian y sus secuaces están esperando como buitres a que Alistair muera para despedazar la compañía. El testamento es claro: si no estoy casado de forma estable y "digna a ojos de la familia" en el momento de su muerte, la presidencia se pone en votación entre los accionistas. Y Sebastian tiene a muchos en el bolsillo.
Olivia lo miró, comprendiendo por primera vez la verdadera magnitud del juego. No era solo una comedia romántica para un anciano. Era una batalla por un imperio. Alexander no estaba luchando por un capricho sentimental; estaba luchando por su legado.
—Así que yo soy… su arma —murmuró.
—Usted es mi escudo —la corrigió—. La prueba viviente de que no soy el monstruo sin corazón que todos pintan. La prueba de que puedo establecer lazos, de que puedo… —hizo una pausa, buscando la palabra—. Mantener una fachada de normalidad.
La palabra "fachada" resonó en el espacio entre ellos. Olivia sintió una punzada de algo que no era lástima, sino una extraña empatía. Él también estaba atrapado en una jaula, una jaula de expectativas, poder y soledad.
—¿Y nunca quiso…? —vaciló, eligiendo sus palabras con cuidado—. ¿Encontrar a alguien de verdad? Para evitar todo esto.
La sonrisa de Alexander fue breve y amarga. —El "amor verdadero" es un riesgo que no puedo permitirme. Las emociones nublan el juicio. Los sentimientos crean puntos débiles. En mi mundo, un punto débil es una sentencia de muerte. Prefiero un contrato claro a una promesa vacía.
Sus palabras deberían haberla enfriado. En cambio, le revelaron la profunda soledad que habitaba en el centro de aquel hombre. Él veía las relaciones humanas como transacciones o amenazas. Nada más.
—Entiendo —dijo Olivia, y por primera vez, era verdad.
—Bien —asintió él—. Porque mañana tenemos otro evento. Una galería de arte. Asistiremos con mi tía Beatrice. Es la chismosa de la familia. Será su examen de fuego.
Al día siguiente, en la galería, Olivia se enfrentó a un mar de sonrisas falsas y miradas escrutadoras. Beatrice Vance era una mujer de mediana edad con un vestido de flores chillones y ojos que lo registraban todo. No dejaba de hacer preguntas con una dulzura empalagosa.
—¡Querida Olivia! Alexander nos tenía tan escondida… Cuéntame, ¿cómo soportas a este trabajólico? ¿Logras sacarlo de esa oficina terrible?
Olivia, recordando sus lecciones, sonrió con calidez. —Alexander tiene una dedicación admirable. Pero hemos encontrado un equilibrio. De hecho, justo anoche nos tomamos un descanso para disfrutar de la terraza. Las vistas de la ciudad son inspiradoras.
Era una mentira. Pero una mentira basada en una verdad de la noche anterior. Alexander, que estaba a su lado con una copa de champán, deslizó un brazo alrededor de su cintura. El gesto era posesivo, protector. Para los demás, era un amante orgulloso. Para Olivia, fue la mano de su carcelero, recordándole su lugar.
—¡Oh, qué romántico! —exclamó Beatrice, pero sus ojos escarbaban, buscando grietas—. Y, ¿no extrañas Boston? Tu familia, tus amigos…
—Boston será siempre mi hogar —respondió Olivia, usando la línea preparada—. Pero mi hogar está donde está Alexander ahora.
La sonrisa de Alexander se tensó levemente. Su mano en su cintura apretó un poco más. Era una advertencia. Suficiente.
La noche fue un éxito. Salieron de la galería entre flashes de prensa y sonrisas. En el coche, Alexander soltó un suspiro casi imperceptible.
—Bien —dijo—. Beatrice está convencida. Y si ella lo está, el resto de la familia lo estará.
—¿Y usted? —preguntó Olivia, mirando por la ventana los neones de la ciudad—. ¿Está convencido?
Él se volvió hacia ella, su perfil recortado contra la luz de la calle. —No es necesario que yo lo esté. Solo debo parecerlo.
De vuelta en el penthouse, mientras Olivia se quitaba los zapatos de tacón en la entrada, Alexander se detuvo frente a ella.
—Hoy no fue solo "aceptable" —dijo, su voz neutra—. Fue adecuado.
Era el elogio más grande que había recibido de él. Y, sin embargo, mientras subía a su habitación, Olivia no sintió triunfo. Sintió el peso de las reglas del juego, más pesadas que nunca. Estaba aprendiendo a moverse en su jaula, pero cada movimiento la definía, la moldeaba. Alexander Vance no solo le había comprado su tiempo; estaba, lentamente, rehaciendo su propia alma a su imagen y semejanza. Y la parte más aterradora era que, en momentos como el de la cocina, esa transformación no le parecía del todo desagradable.