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6 — Un sueño perfecto

Sin darse cuenta, Brenda sonreía mientras dormía profundamente.

Aquel sueño era el más hermoso que había tenido en mucho tiempo.

Le regalaba una tranquilidad tan pura que ni ella misma alcanzaba a comprender su origen. Solo sabía que la belleza de la naturaleza que la rodeaba en ese mundo onírico era una terapia silenciosa y cautivadora, tan perfecta, que deseaba permanecer allí para siempre, sin volver a preocuparse por las trivialidades y miserias que habían marcado su vida desde la muerte de su madre.

Mientras caminaba por aquel paisaje maravilloso, Brenda sentía la suavidad del pasto —verde, vibrante, casi cálido— rozarle la piel, como si en verdad estuviera despierta dentro de su propio sueño. También inhalaba el aroma limpio del aire fresco, un perfume tan puro que parecía acariciarle el alma. Todo era sencillamente perfecto.

Tan perfecto, que no pudo contenerse. Se dejó caer suavemente sobre el suelo, recostándose boca arriba para contemplar el cielo. Observó las nubes con la misma atención con la que, de niña, buscaba figuras junto a su madre en los días libres, allí en el patio de la mansión, cuando no era más que una pequeña de diez años.

Pronto, el cielo comenzó a teñirse de un dorado intenso, como si el sol hubiera decidido fundirse con él y cubrir cada rastro de azul que quedaba. Brenda no sabía por qué, pero en ese instante sintió una presencia a su alrededor, una sensación cálida, casi familiar, como si alguien la hubiese estado observando desde hacía rato y ella recién pudiera percibirlo.

No se asustó. Cerró los ojos solo un momento, obligada por el brillo repentino que quemaba suavemente sus párpados. Pero cuando una voz femenina, suave y angelical, rompió el silencio, Brenda volvió a abrirlos de inmediato.

Frente a ella estaba una mujer vestida de un blanco resplandeciente. Su cabello, liso y largo, caía hasta su cintura como una cascada de luz. Brenda se quedó inmóvil, incapaz de reaccionar.

Era su madre.

Gabriella lucía más joven y radiante que nunca; justo como en las fotografías de su adolescencia que solía mostrarle con orgullo. La imagen era tan perfecta, tan idéntica, que a Brenda le faltó el aire. De inmediato, se puso de pie del suelo, trató de acercarse a su madre para abrazarla, pero al verla tan fantasmal, como un alma preciosa que se presentaba ante ella, evidentemente, Brenda no podría abrazarla, no lo lograría. 

—¡Mamá! —exclamó Brenda, con la voz quebrada—. ¡No sabes la felicidad que me da verte! ¡Estás mucho más hermosa que antes! ¡Pareces un ángel…!

Las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas sin control. Gabriella sonrió con ternura y levantó una mano para limpiárselas, pero, aunque su gesto fue suave, Brenda no sintió el contacto. Aquello le partió el alma aún más.

—Mi niña… —susurró su madre con un tono dulce, casi melodioso—. Mírate, cuánto has cambiado.

Gabriella la observó con tristeza luminosa, una mezcla de orgullo y dolor.

—Me duele verte así —continuó—. Tan cargada, tan sola… y negándote a aceptar la ayuda de quienes de verdad te aman.

Brenda bajó la mirada, sintiendo el peso de aquellas palabras.

—Pero no temas —añadió Gabriella, acercándose aún más, como si quisiera envolverla con su luz—. Yo me encargaré de que tu destino tome otro rumbo. Las cosas van a mejorar, te lo prometo. Muy pronto lo verás.

La voz de su madre llevaba una certeza que Brenda no podía explicar, pero sí creer. Como siempre, como desde que tenía cinco años, cuando Gabriella le enseñó a confiar en la magia.

Esperanzada, Brenda volvió a mirar a su madre, y aprovechó aquel inesperado y maravilloso encuentro para contarle todo el daño que su tía ha hecho en manos de la traición. Su madre escuchaba con atención. Esperando el momento en que su hija terminara de hablar para ella proceder. 

—Preciosa, tranquila. Todo estará bien, créeme que lo sé todo, y te prometo que tu tía pagará su traición a su debido momento. El proceso será lento, pero rendirá frutos. ¿Confías en mí?

Brenda suspiró, viendo a su madre a los ojos como un cachorrito triste. 

De pronto, el sueño se desvaneció cuando Brenda abrió los ojos de golpe.

Eran las cuatro y seis de la madrugada.

La mansión permanecía envuelta en un silencio profundo, casi inquietante, como si el mundo entero se hubiera detenido y no quedara nadie más que ella entre aquellas paredes frías.

—Soñé con mi madre… —murmuró para sí, esbozando una sonrisa pequeña y temblorosa al recordar cada detalle, como si aún pudiera sentir la luz cálida de Gabriella frente a ella.

Intentó acomodarse para volver a dormir, pero el sueño no regresó. Solo permaneció allí, acurrucada bajo sus sábanas tibias, abrazándolas con fuerza, imaginando que eran los brazos de su madre, envolviéndola como solía hacerlo cuando era niña.

Finalmente, una hora después, el cansancio la venció y logró dormirse de nuevo.

A las diez de la mañana, Johanna entró con su acostumbrada delicadeza, llevando en una bandeja el desayuno americano favorito de Brenda. Esta vez, la chica la recibió con una sonrisa amplia, diferente, auténtica. Incluso la invitó a sentarse a su lado para compartir el desayuno.

Mientras comían, Brenda le contó cada detalle del sueño. Johanna la escuchó con atención, con esa mirada cálida y confiada que solo ella tenía, sin rastro de escepticismo, como si creyera en cada palabra con la misma fe que la propia Gabriella le enseñó a su hija años atrás.

Cuando Brenda terminó de hablar, Johanna la observó con ternura antes de responder:

—Ese es el sueño más hermoso que me han contado en toda mi vida —dijo con una suavidad que casi parecía celestial—. Puede que sea una señal de tu madre… quizá esté triste por lo mucho que has cambiado, y quiera que recuperes a esa niña feliz, luminosa y querida por todos que solías ser. Ahora dime, cielo: ¿estás lista para aceptar nuestra ayuda y volver a encontrarte contigo misma?

La sonrisa que Brenda le dedicó fue amplia, genuina, iluminada. Hacía mucho que Johanna no veía esa expresión en el rostro de su pequeña Brenda, y el corazón se le apretó de nostalgia y alegría.

Aquella tarde estuvo llena de una felicidad sencilla y sincera. Brenda quiso pasar más tiempo con Johanna, así que la ayudó en la cocina, riendo con ella como no lo hacía desde hacía meses. Luego subieron juntas a la habitación que durante tanto tiempo había pertenecido a Ángela, y decidieron hacer lo que debieron haber hecho desde el principio: donar lo que pudiera servir a quienes lo necesitaran, vender lo valioso —porque muchas piezas eran finas y costaban una fortuna— y desechar lo que no tenía arreglo.

Mientras revisaban los cajones del closet, Brenda encontró una pequeña caja de cartón perfectamente sellada, tan impecable que parecía esconder un secreto que Ángela no quería que nadie descubriera.

—Jo, ven un momento. ¿Tú sabías algo de esto? —preguntó Brenda, intrigada. Tomó unas tijeras y comenzó a cortar cuidadosamente la cinta que rodeaba la caja, que era ligera y fácil de colocar sobre la cama de Ángela.

Jo miró con desconocimiento a la caja que Brenda había conseguido abrir, de su interior, sacó un montón de sobre de manila sellado, sin datos más importantes que solamente fechas actuales escritas con marcador negro en la mitad.

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