Ignoró las miradas críticas que la atravesaban como alfileres. Brenda respiró hondo, tragó su propio miedo —ese nudo espeso que parecía no moverse nunca— y entró al centro comercial.
El aire acondicionado la recibió como una bofetada fría. No importaba. Tenía una misión.
Primero, la sección de ropa femenina.
Tenía que conseguir eso antes de todo lo demás.
Pasaron quince largos minutos —quince eternidades caminando entre percheros repletos de colores, chillones y telas que olían a químico nuevo— hasta que por fin lo encontró. Lo sostuvo entre los dedos como si fuera un secreto peligroso que alguien podría arrebatarle en cualquier momento.
Se dirigió al vestidor. Cerró la puerta del cubículo con un golpe seco que resonó como un disparo dentro del espacio estrecho. El espejo, cruel y demasiado honesto, la observaba sin parpadear. Brenda abrió el empaque con manos temblorosas y sacó el traje enterizo negro; el material frío le reptó por los brazos como una advertencia.
Se lo colocó. O tra