Fugazmente, aquel día que parecía dispuesto a deslizarse con la mansedumbre de siempre se desgarró en un caos que ni siquiera los policías —hombres acostumbrados a ver lo peor— lograron explicar con una lógica que no sonara a delirio.
La noticia, por supuesto, estalló en los medios como un fósforo ardiendo en un cuarto oscuro.
En redes sociales, el tema se volvió un fantasma pegajoso: se mencionaba, se debatía, se exageraba. Y siguió rondando incluso un año después, como si la ciudad entera no pudiera expulsarlo de su memoria colectiva.
Para entonces, el nombre de Brenda ya figuraba en la lista de las personas más buscadas de todos los tiempos. No solo la perseguía la policía. También el gobierno… y, de un modo que parecía rozar la ciencia ficción, la NASA.
Porque Brenda había despertado algo que el mundo insistía en llamar imposible. Había encendido una chispa de magia en una sociedad convencida —ciegamente, tercamente— de que esos conceptos pertenecían a los cuentos infantiles, a su