—Brenda, por favor… hablemos, cariño. ¿Quieres? Esto podemos solucionarlo —dijo Ángela con un descaro que heló la sangre, sin siquiera molestarse en apartarse de la posición en la que estaba.Las palabras eran una burla. Una mordida venenosa disfrazada de calma.Y entonces comenzaron a escucharse pasos en el pasillo.Los invitados —curiosos, oportunistas, amantes del escándalo, disfrazados de amigos de la familia— se fueron acercando uno a uno a la habitación. No porque les importara Brenda, sino porque los gritos de la chica habían atravesado la música y el murmullo elegante de la fiesta como un cuchillo.Habían llegado por lo mismo de siempre:por el chisme,por el morbo,por ver cómo se rompía alguien más delante de ellos.Y Brenda, clavada en el umbral de su propia habitación, sentía cómo la humillación se mezclaba con el odio hasta volverle la respiración pesada, casi insoportable.—¡LARGO TODOS DE MI MALDITA CASA, AHORA MISMO! ¡NO QUIERO VOLVER A SABER NADA DE NINGUNO DE USTEDES
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