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5 — Adiós, maldita traidora

—Brenda, por favor… hablemos, cariño. ¿Quieres? Esto podemos solucionarlo —dijo Ángela con un descaro que heló la sangre, sin siquiera molestarse en apartarse de la posición en la que estaba.

Las palabras eran una burla. Una mordida venenosa disfrazada de calma.

Y entonces comenzaron a escucharse pasos en el pasillo.

Los invitados —curiosos, oportunistas, amantes del escándalo, disfrazados de amigos de la familia— se fueron acercando uno a uno a la habitación. No porque les importara Brenda, sino porque los gritos de la chica habían atravesado la música y el murmullo elegante de la fiesta como un cuchillo.

Habían llegado por lo mismo de siempre:

por el chisme,

por el morbo,

por ver cómo se rompía alguien más delante de ellos.

Y Brenda, clavada en el umbral de su propia habitación, sentía cómo la humillación se mezclaba con el odio hasta volverle la respiración pesada, casi insoportable.

—¡LARGO TODOS DE MI MALDITA CASA, AHORA MISMO! ¡NO QUIERO VOLVER A SABER NADA DE NINGUNO DE USTEDES! —Brenda gritó con una furia que le raspó la garganta—. ¡Y SI SE ATREVEN A PUBLICAR UNA SOLA PALABRA SOBRE ESTO, LES JURO QUE ME LAS VAN A PAGAR! ¿ENTENDIERON?

Los puños cerrados, tan tensos que los nudillos parecían al borde de romper la piel, no lograron contener el temblor que subía por sus brazos. Quiso creer que la rabia se disiparía si apretaba más fuerte… pero sabía que aquello no era una simple rabieta adolescente.

Era ruptura. Era traición. Era dolor puro, ardiéndole por dentro.

Jamás imaginó que Ángela —la única persona que le quedaba en el mundo después de la muerte de su madre— sería capaz de destruirla de una forma tan baja, tan calculada, tan cruel.

¿Por qué? ¿Por qué su propia sangre?

¿Y por qué, en los últimos años, la vida había parecido empeñada únicamente en verla sufrir… en quitarle, uno por uno, todos los pedazos de felicidad que alguna vez creyó merecer?

Jo observaba la escena desde el pasillo, medio oculta, detrás de un par de invitados que, aun en medio del caos, no dejaban de lanzar miradas morbosas hacia Ángela. El vestido de la mujer seguía levantado, dejando más piel al descubierto de la que cualquier persona con un mínimo de dignidad permitiría. Y, aun así, Ángela no hacía el menor intento por cubrirse. Ni vergüenza. Ni pudor. Nada.

La escena tenía algo tan grotesco y absurdo que parecía sacada de una mala comedia romántica… de esas que nadie querría ver hasta el final.

Sin pensarlo dos veces —guiada por una fuerza que llevaba años acumulándose dentro de ella— Brenda avanzó hacia su tía. La tomó del cabello con una furia contenida que, por primera vez, encontró salida. Ángela apenas alcanzó a soltar un chillido, más de sorpresa que de dolor, antes de que Brenda la levantara de la cama a tirones.

Entre jadeos, empujones y gritos ahogados, Brenda la arrastró por el pasillo, bajó las escaleras y la condujo hacia la puerta principal ante la mirada incrédula de todos. No permitió que Ángela recogiera nada. Ni ropa. Ni bolso. Ni joyas.

Nada de lo que tocaba esa mujer le pertenecía realmente; todo había sido comprado con el dinero de Brenda, el dinero de su madre, el dinero que Ángela había disfrutado como si fuera suyo.

Y esa noche, frente a todos, Brenda decidió poner fin a esa farsa.

—¡Escuchen muy bien lo que voy a decir, aquí y ahora! —bramó Brenda, dejando que su voz explotara como un desahogo largamente contenido, una especie de terapia improvisada para soportar toda la miseria que había tenido que enfrentar en los últimos tiempos—. ¡Esta mujer es una farsante, una interesada, una adoradora del dinero… y una roba-cunas!

A partir de este momento, declaro que ella, y cada uno de los que se comportaron como basura conmigo solo por mi cambio físico inesperado, quedarán malditos por el resto de sus vidas. Vivirán en la desgracia, y no habrá persona en este mundo capaz de tenderles la mano, porque nadie mostrará bondad hacia ninguno de ustedes.

¿Me escucharon?

Los presentes se quedaron atónitos.

La verdad era que trataban de comprender la situación, pero fue imposible.

Resignados, fueron marchándose uno a uno.

Hasta que la casa quedó completamente sola, salvo por el chofer, el jardinero, la servidumbre y Brenda.

Egoístamente, Ángela suplicó, imploró, de hecho, hasta lloró para que Brenda no la echara de su casa, para que no la obligara a irse a la calle, ya que no quería volver a trabajar, pero ya Brenda tenía dieciocho años, ya no estaba bajo su poder el hecho de mantener a su tía. A partir de ese momento, Ángela ya no existía para Brenda, de hecho, Ángela estaba muerta.

Brenda iba a darse la vuelta para irse de nuevo a su habitación, tenía mucho desorden que limpiar, basura que botar, más no se marchó sin antes haberle dado un último regalo a su “tía”. Brenda escupió a Ángela en la cara, su saliva cayó justo en la nariz de la mujer que miraba con súplica a su sobrina para que tuviera compasión por ella.

¿Sería posible que Brenda sintiera compasión por alguien que no la tuvo en ningún momento y justo cuando más lo necesitó?

Trató de sonreír, sin embargo, fue más una sonrisa fingida que cualquier otra cosa, y prefirió marcharse a su habitación. El resto del día, hasta que cayó la noche, Brenda tiró el colchón viejo de su cama, por suerte, aquel contratiempo, le había servido para comprarse uno nuevo, y mientras le llegaba durante el día del siguiente día, ella dormiría plácidamente esa noche en la habitación de su madre.

Luego del desastre de su día especial, Brenda se dio una ducha de agua caliente, pretendiendo que con el agua caer sobre su cuerpo le quitara la tensión que la traía hasta con fuertes dolores de cabeza, y, en parte, si funcionó, más no del todo. Tuvo que tomarse una pastilla para el fuerte dolor de cabeza, y luego, una pastilla para dormir, aunque Jo se quejó en un principio para dársela, porque tenía miedo de que su niña se volviera adicta a algo que no necesitaba, terminó por aceptarlo porque sabía que Brenda lo necesitaba más que nunca esa noche para dormir en paz.

Pero mientras caía dormida en un profundo sueño, al poco tiempo, Brenda tuvo un sueño que se sintió como más que uno. En el sueño, Brenda caminaba por un precioso paisaje, uno totalmente alejado de la ciudad, ya que en él no se visualizaba nada de construcciones y, así mismo, no había bullicio, ni tampoco se sentía el estrés pesado de la gran ciudad.

Al contrario, aquel lugar, era como estar en el paraíso más precioso, había paz, tranquilidad, solo la acompañaba el leve canto de los pajaritos cuando se refugiaban en los árboles. La brisa del viento era fresca, y el cielo estaba levemente despejado, había más rayos de sol que nubes cubriéndolo por doquier.

Era un hermoso sueño del que Brenda jamás deseaba despertar.

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