Paulina es diseñadora de vestidos de novia. A ella le encantan las bodas y anhela un matrimonio feliz, pero... su marido Pierre ama a otra mujer. Ella parece una tercera persona con su vestido de novia. Un matrimonio por contrato... un boleto directo al infierno en la Tierra. Cuando ella pierde la esperanza, la aparición de Aníbal y Max trae grandes olas a su vida. El asesinato de hace muchos años guía la venganza de hoy. ¿Quién es la amable persona debajo de la máscara? ¿Qué camino elegirá Pauina?
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Nunca me había sentido tan bonita y tan vacía al mismo tiempo.
El vestido me quedaba perfecto, eso sí. Blanco, suave, de encaje fino…
Pero por dentro... estaba muerta.
Estaba en la sacristía, justo al lado del altar, y aunque sabía que la iglesia estaba llena, me sentía sola.
—Popi... —la voz de mi abuela me sacó del trance.
Me giré rápido. La vi en su silla de ruedas. Tenía esa mirada que siempre me daba fuerzas... aunque hoy no era suficiente.
—Vuelvo en unos minutos...
La enfermera la dejó un momento para darnos privacidad.
Me agaché a su lado, y ella me tomó las manos entre las suyas.
Miré nuestras manos unidas... Las de ella tan delgadas, arrugadas, pero seguían teniendo esa fortaleza que conocía desde niña.
—Popi, hijita... todavía puedes irte. Podemos salir por atrás. Tengo el auto esperándonos, solo tenemos que decir que fue un mareo, que te sentiste mal... —susurró, casi sin aire.
Sentí un golpe en el pecho.
Por un segundo, me vi corriendo con ella, escapando, como en esas películas que me dejaba ver cuando era niña. Pero la imagen se desvaneció tan rápido como vino. No había salida.
—No puedo, abue. No esta vez.
Ella apretó mis manos con más fuerza. Sus ojos brillaban, cargados de tristeza y coraje al mismo tiempo.
—No es justo, mi niña. Te están obligando... Eso no es amor, Popi. Es una sentencia de muerte... lenta y dolorosa...
Me senté junto a ella en silencio.
El corset del vestido me apretaba el pecho, pero lo que más me dolía era verla tan frágil, rogándome con esa voz baja.
Todos sabíamos que el tiempo se le estaba acabando y esto era lo último que podía hacer por mí.
—Lo sé. Pero si me niego, papá nos hunde a las dos. Él lo dijo... con esas palabras. “Se acaba todo.”
—Algún día tendrás que hacer lo que es correcto para ti. No para ellos... No para mí...
Abrí la boca para decirle que lo haría. Que en algún momento iba a encontrar la forma de salir.
Pero justo en ese instante, la puerta se abrió.
Mi padre entró. Estaba impecable, con su traje oscuro y su mirada de piedra. Se acercó sin decir nada. Me miró, luego miró el reloj.
—Es hora.
Asentí. Me levanté despacio. La mano de mi abue apretando la mía una última vez.
—Prométeme que no te apagarás del todo —susurró.
No pude prometerle eso.
Solo la miré a los ojos. Y salí del brazo de mi padre, rumbo a mi condena disfrazada de matrimonio.
Caminamos al ritmo de la música, ese típico instrumental que tantas veces escuché en videos de bodas, en desfiles, en los catálogos digitales que yo misma diseñaba.
Todo era hermoso, impecable. Y tan increíblemente falso.
Al fondo, de pie frente al altar, estaba Pierre. Mi futuro esposo. Mi verdugo.
Llevaba un traje negro a la medida, con una rosa blanca en la solapa.
Tenía esa postura de seguridad ensayada, como un actor al que le sale todo natural.
Claro que era hermoso. Alto, elegante, con esos ojos grises que helaban el aire. Todo lo que tenía de bello, lo tenía de cruel.
Ya nos habíamos visto antes.
Vaya si lo habíamos hecho.
La primera vez que me vio, apenas levantó la vista del celular.
La segunda, me dijo sin rodeos que esto era un trato. Que su padre había prometido al mío una colaboración multimillonaria y que él solo estaba cumpliendo.
—No me busques. No me hables más de lo necesario. No quiero esto. Pero lo haré —dijo aquella vez, sin siquiera mirarme a los ojos.
Y aun así, ahí estaba caminando hacía él.
Yo amaba esto.
Amaba las bodas. Las novias, los preparativos, los detalles.
Por eso estudié diseño de moda. Por eso me especialicé en vestidos de novia. Me sabía de memoria cada silueta, cada tipo de escote, cada tela. Podía reconocer la caída de un tul con solo verlo de reojo.
Pero el vestido que llevaba encima no lo había elegido yo. Lo eligió ella.
La vi parada justo frente a Pierre, entre los invitados. Tatiana. La maldita bruja entrometida. Perfecta, como siempre.
Su melena platinada cayendo sobre los hombros, su vestido rojo ajustado como una provocación directa, y esa sonrisa de medio lado que me daban ganas de vomitar.
Era su forma de recordarme que este lugar no era mío.
Que este hombre no era mío.
Que esta boda era una burla.
Mi cuerpo siguió caminando mientras mi alma quería salir corriendo.
Sentía la mirada de todos, los flashes de las cámaras, los susurros escondidos entre la música.
Y Pierre sin moverse, sin sonreír.
Me pregunté si Tatiana le habría atado la corbata esa mañana. Si le habría besado la boca antes de que él viniera a casarse conmigo.
Tragué saliva.
Seguí caminando.
Porque eso era lo que se esperaba de mí.
Y si eso era lo que querían… entonces eso les daría... Por mi abuela haría lo que fuera.
Me detuve junto a Pierre y sentí cómo mi padre soltaba mi brazo, entregándome como si fuera una maldita ofrenda.
No me miró.
No dijo nada.
Regresó a su asiento con la espalda recta, ya había cumplido con su deber.
Pierre me ofreció su brazo sin ninguna emoción. Lo tomé. Sentí el roce de su piel contra la mía: fría, seca, distante.
Nos giramos hacia el altar. El sacerdote empezó a hablar, su voz llenando el silencio que había quedado flotando después de la música.
Decía cosas sobre el amor, la entrega, la unión de almas. Palabras que no significaban nada para nosotros dos...
Ya no lo escuchaba.
Solo sentía...
El peso del velo sobre mis hombros.
El zumbido en mis oídos.
El olor del incienso mezclado con el perfume de Tatiana. Sí, desde donde estaba, aún podía olerlo.
—… y en la salud y en la enfermedad… —decía el sacerdote.
Pierre estaba inmóvil. Ni siquiera fingía. No me miraba. Solo mantenía los ojos fijos en algún punto lejano, como si esta ceremonia fuera un trámite más en su agenda.
Tragué saliva. Sentía los labios secos. Tenía que responder pronto.
—Sí, acepto.
Las palabras salieron sin emoción alguna.
El sacerdote repitió el mismo guion para él. Esperé...
No voy a mentir, en los segundos que demoró en responder recé a todos los santos que hiciera lo del meme... "Perdóneme todos... No acecto..."
Tal vez esa broma interna la tomaron como burla...
—Acepto —respondió Pierre, casi con un suspiro aburrido.
El intercambio de anillos fue rápido. Él me deslizó el anillo sin mirarme. Sus dedos eran firmes, mecánicos. Yo hice lo mismo, temblando.
En ese momento, sentí el movimiento de mi abuelita al fondo, y sin girarme supe que estaba llorando.
No de emoción.
Ella lloraba por lo que sabía que estaba ocurriendo: su Popi, la niña de sus ojos, estaba siendo entregada como un objeto.
—Los declaro marido y mujer —dijo el sacerdote.
Era real.
Ya estaba hecho.
Pierre giró hacia mí.
Me miró por primera vez. Sus ojos grises eran intimidantes.
Ni rastro de ternura.
Solo ese vacío elegante que lo envolvía siempre.
Se acercó lo suficiente como para que solo yo pudiera escucharlo. Su aliento rozó mi mejilla.
—Intenta avergonzarme, y te vas a arrepentir —susurró, con una sonrisa perfecta que solo mostraba sus dientes, no su alma.
Me besó.
Fue rápido.
Frío.
Un beso por compromiso.
Los aplausos rompieron el silencio.
El órgano volvió a sonar.
Sonreí, porque tenía que hacerlo.
Caminamos juntos por el pasillo, de la mano, entre pétalos blancos y flashes de cámaras.
Me acababa de casar con un extraño.
Uno que ya me había prometido el infierno...
La recepción era igual de perfecta que la ceremonia.
El maestro de ceremonias anunció el primer baile de los recién casados. Todos aplaudieron. Algunos se levantaron para tener mejor vista.
Pierre se acercó a mí. Me ofreció la mano como si me estuviera haciendo un favor. Apenas y lo miré, tomé su mano con los dedos fríos, y fuimos al centro de la pista.
La música comenzó: un vals suave, clásico. De los que me habría encantado bailar… si todo esto fuera real.
Pierre apoyó su mano en mi cintura y tomó mi otra mano con firmeza. Sus dedos apretaban con más fuerza de la necesaria.
—Sonríe —murmuró entre dientes, sin mirarme.
—Claro, esposo —respondí, con la misma frialdad.
Dimos un par de vueltas. No más de dos. Apenas unos pasos coreografiados. Lo justo para cumplir el protocolo. En cuanto la gente empezó a murmurar entre copas, él soltó mi cintura como si le diera asco.
—Con eso basta —dijo.
Y justo entonces, ella apareció.
Tatiana.
La vi venir como una sombra entre las luces. Vestida de rojo sangre, con una copa de champán en una mano y la seguridad de quien cree que todo le pertenece.
Se acercó sin pedir permiso. Ni siquiera me miró. Se colocó frente a Pierre y, con una sonrisa suave, apoyó la mano en su pecho.
—¿Me concede esta pieza, señor Moreau?
Pierre no dudó.
—Por supuesto, cariño.
Y ahí, frente a todos, me dejó sola en el centro de la pista para bailar con su amante.
Tatiana me pasó al lado, como si yo fuera invisible. Posó la cabeza en su hombro, riéndose cerca de su oído. La gente murmuraba, pero nadie decía nada.
Nadie se atrevía.
Yo me quedé de pie, sola, con el vestido que no elegí, en la pista de baile que soñé toda mi vida.
Me temblaban las manos, pero no dejé que se notara. Solo respiré hondo, me giré con elegancia y caminé hacia mi mesa, sin mirar atrás.
MadgaAugusto me rodeó con el brazo apenas escuchamos otro disparo. Luciano le había ordenado con voz firme, cortante, como si cada palabra suya pesara más que las balas:—Augusto, sácala. Protégela con todo. Ella es mi mujer y nadie la toca.Mi cuerpo temblaba, pero no por miedo. O no solo por eso.La adrenalina me nublaba el juicio. Apenas dimos cinco pasos hacia la salida del restaurante, escuché un ruido seco detrás, seguido de otro mesero que se acercaba por la izquierda. No iba con una bandeja. Iba con otra pistola.Me giré. Vi cómo levantaba el arma.Sin pensar, sin dudar, metí la mano en el cinturón de Augusto y le saqué su pistola.—¡Señorita! —gritó él, pero ya era tarde.Disparé. Una, dos, tres veces. El primer hombre cayó, el segundo también. Luciano había derribado a otro con un disparo en la frente. Augusto reaccionó al fin, cubriéndome mientras disparaba al último que intentaba escabullirse.Cuando todo terminó, el silencio fue brutal.Los cuerpos en el suelo. Las mesa
MagdaEl hospital tenía un extraño poder; hacerme olvidar todo por un rato.Pacientes, rutinas, diagnósticos, emergencias… Todo me absorbía de tal forma que casi podía fingir que no había amanecido con un desconocido jugando a ser chef en mi cocina, llamándome principessa, y amenazando a dos hombres con su arma.Casi.—¿Magda?Levanté la mirada. Era Iván, mi compañero de guardia y mejor amigo. Tenía una bandeja en la mano y me miraba con una ceja arqueada.—¿Estás bien?—Sí, sí. Solo estaba… distraída.—Ajá —se sentó frente a mí—. ¿Esto tiene algo que ver con el Dios griego con cara de mafioso que me contaste a las tres de la mañana?—¡Shh! —miré a los costados—. No hables así, te van a escuchar.—¿Y qué? ¿Vas a negar que lo que me dijiste suena como el comienzo de una serie peligrosa y erótica de Netflix? ¿O tal vez como las 50 sombras de Grey?Suspiré. Tenía razón. Pero eso no significaba que quería pensar en él.—Fue solo una situación extraña. No va a volver a pasar.Pero el dest
MagdaLas luces del pasillo parpadeaban como si también estuvieran cansadas.Mi guardia estaba por terminar, pero aún me quedaban algunas tareas pendientes: firmar las evoluciones, dejar asentadas las indicaciones de la paciente de la 307, y pasar por la neonatología para ver a la beba prematura que había ayudado a recibir hacía unas horas.—¿Doctora Salvatore? —dijo una voz detrás de mí.Me giré con una sonrisa. Era la señora Mena, la enfermera más experimentada del piso.—Dígame, ¿otra ronda de café? ¿O solo viene a controlarme porque no puede creer que alguien pueda estar de buen humor a esta hora?—Ay, mi niña… —respondió con una palmadita en el brazo—. Eres un sol. Ojalá todas fueran como tú.—No diga eso, que me malacostumbra —bromeé, pero sentí un calorcito en el pecho.Era así todo el tiempo. Me pasaba en la residencia, en la fundación, en cada rincón donde me conocían. No porque hiciera nada especial. Solo… trataba a todos con respeto. Como me enseñaron mis padres. Con empat
Max Jr.Volver a la mansión siempre tenía ese efecto extraño en mí. Como si, por un segundo, volviera a ser el chico de diecisiete que soñaba con comerse el mundo, antes de entender lo que costaba realmente enfrentarlo.La casa estaba iluminada, con las luces que mamá adoraba en los eventos familiares. Todos reían, bebían, y hablaban como si el tiempo no pasara para nosotros. Papá estaba en su salsa, abrazando a todos, sonriendo como si tuviera veinte y no el triple.Pero yo no buscaba a nadie en especial.Eso era lo que quería creer. Aunque mis ojos… mis ojos la buscaban.Solo a ella.Y la vi.Apoyada contra la baranda del jardín, con ese vestido azul que le marcaba la cintura y le dejaba los hombros al descubierto. Estaba riéndose con una de mis primas, pero no tardó en verme. Y cuando lo hizo, su expresión cambió.Me esquivó la mirada. Dio un paso hacia atrás. Y luego otro.Sabía lo que eso significaba.No quería hablarme.No después de lo que pasó aquella noche en el baño de la
Max Jr.Amar a Malena fue y siempre será una maldita montaña rusa, como desde el primer segundo.Ese día me tocaba dictar un taller sobre negocios internacionales en la universidad donde había estudiado. Lo había hecho mil veces antes. Era parte del programa de jóvenes CEOs que impulsaba junto a mi padre y otros ejecutivos. Nunca esperé que ese día las cosas cambiaran para siempre.Desde que me gradué y me hice cargo de parte de la empresa, me compré un apartamento en la ciudad. Cerca de la oficina, lejos de la mansión. Cerca del ruido, de mi independencia… lejos del control cariñoso pero sofocante de mis padres.Los visitaba todos los fines de semana, claro. A veces coincidía con ella. Otras veces, no.Y no voy a negar que era atractiva. Malena siempre había sido linda. De esas chicas que crecieron a tu lado, pero un día te das cuenta de que ya no es una niña. El problema es que… bueno, era casi mi prima.Hija de mis tíos Sofía y Lucas. Las personas que me cuidaron mil veces cuan
PaulinaEl sol entraba a través del ventanal, tiñendo de dorado los bordes del vestido que colgaba en el maniquí frente a mí. Las últimas puntadas parecían resistirse, como si supieran lo difícil que era para mí aceptar que ese momento había llegado. La aguja bailaba entre mis dedos con la misma destreza de siempre, aunque los años ya comenzaban a pasar factura en mi espalda.Respiré hondo.Veinte años.Veinte años desde que todo cambió. Desde que enterramos el pasado con las manos manchadas de dolor… y comenzamos a reconstruir una vida donde el amor fuera la base de todo.—¿Vas a seguir espiando desde la puerta o vas a venir a darme un beso? —pregunté sin dejar de coser.Escuché la risa suave, inconfundible, que aún me revolvía el pecho como la primera vez.—Mi increíble esposa, nunca deja de ser tan talentosa… —dijo Max, cruzando el umbral y cerrando la puerta detrás de sí—. Me encanta ver que, después de tantos años, sigues creando.Sonreí sin mirarlo, mientras remataba el hilo y
Último capítulo