Paulina
—¡Levántate, idiota! Tenemos un almuerzo importante en treinta minutos.
Abrí los ojos de golpe, todavía perdida entre las brumas del sueño.
Me dolía la cabeza... el cuerpo... el alma.
Sentí las sábanas pegadas a la piel por el sudor, y el corazón latiendo a mil por hora.
Pierre ya había salido de la habitación. Solo quedaba la puerta abierta de par en par, su voz aún resonando en las paredes.
Me senté en la cama, con lentitud. El vestido de lino que había usado la tarde anterior estaba arrugado y tirado en el suelo.
La luz del mediodía entraba a raudales por los ventanales y me hacía arder los ojos.
Fui al baño. Encendí la luz con un parpadeo molesto. Me acerqué al espejo, con ese miedo que ya se había vuelto costumbre. Y ahí estaban.
Las marcas.
Un moretón en la clavícula, otro más bajo, en el costado, justo donde su rodilla me había golpeado cuando me empujó.
Tenía el labio todavía inflamado, apenas cubierto por la costra que no terminaba de sanar.
—Mierda —susurré—. Más