¿Y si tu única salida del infierno… fuera otro peor? Julia Rodríguez ya no cree en el amor. No después de pasar dos años atrapada en un castillo que parecía de cuento… pero era una prisión. No después de ser tratada como una muñeca rota por Matthew Grayson, su esposo por contrato. El CEO perfecto ante el mundo, pero frío, dominante e incapaz de amarla. Durante el día, la ignora como si no existiera, pero en la oscuridad… la reclama como suya. Su matrimonio es una llama intensa, una prisión de placer y dolor. Cuando por fin faltan solo 30 días para divorciarse y recuperar su libertad, su mundo colapsa de nuevo. Su padrastro la ha vendido. Su madre lo permitió. Y ahora, para pagar una deuda impagable, Julia debe casarse con Santiago Castañeda, el hijo de un peligroso capo mexicano: Arrogante, letal, de sonrisa encantadora y alma corrompida. Uno la domina con hielo, el otro con fuego, pero ninguno planea dejarla ir. Y cuando un embarazo inesperado lo cambia todo, Julia descubre que lo difícil no es tomar una decisión… Lo difícil es sobrevivir a las consecuencias. No se trata de escapar del infierno, se trata de escoger con qué demonio arder.
Leer másJULIA RODRÍGUEZ
Treinta días. Eso era todo lo que quedaba de nuestro contrato matrimonial. Después de dos años, no parecía mucho, pero eso no significaba que no doliera.
Treinta días más fingiendo ser la esposa de un hombre que nunca me permitió llamarlo por su nombre sin su permiso. Treinta días más bajo el mismo techo, durmiendo en la misma cama, respirando el mismo aire y viviendo mundos completamente opuestos, pero… ¿cómo había empezado todo?
—Debe de ser muy frustrante que siendo la mejor en tu país, aquí seas una «don nadie» —Me había dicho Matthew Grayson, mi jefe, una vez que le había entregado mi renuncia. La veía como quien ve un volante en la calle, sin interés, incluso con cierta actitud de desprecio.
Esa loción mezclada con cuero y tabaco lo hacía más atractivo de lo que ya era.
Las cosas se habían vuelto una locura con el cambio de gobierno. Los latinos no tenían un lugar en el «país de la libertad», y estaba asustada. Aunque tenía una visa por trabajo, no era suficiente para que los de migración no me detuvieran como una criminal y de una patada en el trasero me regresaran a México.
—Has resuelto problemas en la empresa que mis mejores empleados no pudieron —agregó Matthew pensativo y desvió el papel con arrogancia, mientras yo lidiaba con un nudo en el estómago—. No puedo darte el empleo de jefa del departamento de tecnología, sería injusto y en este punto no tendría sentido.
¿Injusto? ¡Claro! Aunque era mejor que ellos, no podía competir con su superioridad «americana». Agaché la mirada. Esperando lo peor. Incluso creí que en cualquier momento la policía atravesaría las puertas y me sacarían de su oficina arrastrándome de manera humillante.
—Lo único que puedo ofrecerte es matrimonio —susurró mientras veía por la ventana, con la prepotencia de un Dios que ve al mundo a sus pies como si fuera una granja de hormigas.
—¿M-matrimonio? —tartamudeé. ¿Había escuchado bien?
—¿No quieres la «green card»? —preguntó con burla, entornando los ojos—. Necesito que sigas resolviendo los problemas de la empresa y tú necesitas quedarte. Sencillo, ¿no?
Sería una vil mentirosa si no admitiera que mi corazón se aceleró. Pensé que ese sería el inicio de una historia de amor, la que había visto tantas veces en películas y series. La mujer en desventaja que es salvada por el hombre guapo y adinerado, pero… para lo que no estaba preparada era que nuestro matrimonio nunca dejó de ser un trato. Un papel firmado con cláusulas precisas, sin espacio para errores ni ilusiones.
Fue un intercambio de conveniencia. Pero yo, estúpidamente, olvidé que el corazón no entiende de cláusulas ni de fechas de expiración.
Me enamoré de su silencio, de su frialdad y de su disciplina. De ese hombre imposible de alcanzar que nunca se descomponía, que nunca perdía el control. Me enamoré de un muro de hielo que, por más que toqué con mis manos desnudas, nunca se derritió.
Durante dos años intenté ser la esposa perfecta. Cocinaba para él, aunque jamás comiera conmigo. Lo cuidaba cuando enfermaba, pese a que, cuando se sentía mejor, me decía que nunca me pidió ayuda y no tenía por qué darme las gracias. Trabajaba horas extras solo para aligerarle la carga, pero jamás reconoció mis logros, ni siquiera admitió que hacía un buen trabajo.
Cada vez que él se acercaba a mí por las noches, cuando su necesidad lo empujaba a buscarme como quien busca alivio, yo cerraba los ojos y me aferraba a la ilusión de que, tal vez, algún día... me miraría con algo más que deseo.
Pero nunca ocurrió, y terminé ahí, frente a él, a treinta días de que todo terminara y fuera libre de un amor no correspondido que estaba pudriendo mi alma. Me había arrebatado mi sonrisa, mi alegría y mi amor propio.
Quería libertad, y al mismo tiempo aún guardaba la esperanza de que me viera a los ojos y se diera cuenta de que fui la mujer más dulce, detallista y trabajadora que jamás en la vida pudo encontrar.
—¿Cuándo te dije que quería rescindir el contrato? —me preguntó sin siquiera levantar la mirada de su computadora. Para él, no había nada que yo pudiera decir, fuera de lo laboral, que valiera la pena escuchar.
—No lo hiciste —respondí con una serenidad falsa—. Pero yo sí quiero hacerlo.
Con sutileza empujé el papel de divorcio, acercándolo a él, arrastrándolo por la superficie del escritorio sin querer molestarlo, pero al mismo tiempo deseando que lo viera.
No reaccionó. Ni un ceño fruncido, ni un gesto de sorpresa. Simplemente siguió escribiendo en su teclado como si yo fuera una voz en el fondo, un ruido más entre sus obligaciones.
Quise gritarle. Quise preguntarle por qué demonios había dejado que me desgastara de esa manera, por qué me había usado como una herramienta y nada más. Pero ya no tenía fuerza. Estaba vacía.
Lo que más dolía no era que no me amara. Era que nunca intentara siquiera verme como una persona.
Pero él no tenía la culpa, él siempre fue sincero con su rechazo hacia mí y con sus objetivos, nunca me quiso, nunca me dio las señales de que siquiera lo quisiera intentar, todo fue mi culpa, por pensar que dentro de esa coraza indestructible había un hombre con sentimientos que podría verme de manera diferente cuando le diera mi amor.
Nunca pasó.
—¿Se te olvido la única regla que te di? —preguntó con arrogancia, por fin viéndome por encima de su pantalla—. No discutas. No preguntes. No reclames. Solo responde con un sí.
Y yo, como una idiota, obedecí todos esos años, porque lo amaba.
Qué absurdo.
—Ya no tengo que seguirla si nuestro matrimonio se disuelve —contesté queriendo mantenerme firme, pero por dentro me estaba desmoronando.
Atravesé la pequeña sala de su despacho, con pasos lentos. Él seguía sentado, impecable, concentrado en un informe financiero como si su mundo no se estuviera desmoronando al mismo tiempo que el mío. Me giré para irme, pero antes de alcanzar la puerta, lo escuché levantarse.
Me quedé estática mientras se movía por el lugar con elegancia y ese aire de superioridad. Pasó a mi lado sin siquiera voltear a verme y cerró la puerta con llave. Me había encerrado en su oficina con él. Cuando volteé lo encontré bajando las persianas.
—¿Qué pasa Julia? ¿Por qué estás haciendo este berrinche tonto? ¿Me extrañas? —me preguntó con una voz tan baja que me erizó la piel. Su sonrisa era afilada y burlona, pero sus ojos parecían los de un águila, clavados en su objetivo que era yo.
—¿Qué? —alcancé a decir, más por reflejo que por interés—. Yo no… Yo no estoy haciendo ningún berrinche.
Con cada palabra que decía, él se acercaba un poco más, hasta que me sujetó del mentón con firmeza y acercó su rostro al mío.
LILIANA CASTILLOPasamos cada punto de seguridad con calma, dejando identificaciones y siendo recibidos con calidez por los de seguridad y el doctor que había aceptado guiarnos por los pasillos.—Se ha portado bien, es una buena paciente —dijo el médico dejando que su bata blanca se ondeara con su paso presuroso—. A veces le cuesta tomar sus pastillas, y luego muerde a los enfermeros, pero no es nada que no se corrija con una inyección. Fruncí el ceño ante su explicación y conforme avanzábamos me sentía cada vez más vulnerable, viendo a través de las ventanas a los enfermos mentales con sus comportamientos erráticos. —No tiene nada de qué preocuparse, señora Castañeda —dijo el doctor al verme nerviosa—. Aquí están los pacientes que no son peligrosos. No hay nada que temer. Entonces abrió la puerta que daba hacia el pabellón y me aferré con ambas manos a Javier. —¿Qué hacemos aquí? —pregunté, aunque en el fondo ya lo suponía. —Ella dijo que te metería a un lugar así, que te romperí
LILIANA CASTILLOMe alejé de la pared, tambaleándome por el peso de mi vientre. Cuando me planté frente a Javier, vio el cuchillo encajado y la sangre aún cayendo. —No podrás quitarle jamás la mancha al vestido —dijo mientras ponía la mano sobre el mango del cuchillo y analizaba como sacarlo.—No importa, lo voy a tirar —contesté encogiéndome de hombros. —Es una tristeza, te veías muy linda con él —agregó sacando el cuchillo de la barriga falsa y retrocediendo para que la pintura roja no lo manchara. —Es el disfraz perfecto para Halloween —dijo Matt viéndonos desde la entrada mientras veía a Carmen tirada en el piso. Entonces Santiago le dio un manotazo. —¡¿Cuál Halloween?! ¡Aquí se celebra el día de muertos, perro! —sentenció ofendido mientras negaba con la cabeza—. Agárrala de arriba y yo de abajo.Entre los dos levantaron a Carmen para meterla a la camioneta donde ya los esperaba mi papá. —¿Te lastimó? —preguntó Javier tomando mi rostro entre sus manos, inspeccionándome—. Fue
LILIANA CASTILLOSentada en el pórtico, sobre una vieja mecedora, terminé de tejer un lindo suetercito, pequeño, color marrón, con una abejita bordada. Lo abracé con ternura antes de levantarme con dificultad. Con una mano apoyada en la espalda y caminando como pingüino, entré a la cocina y me planté frente al calendario. Mi dedo se movió por los días, hasta el que estaba rodeado con marcador rojo. Suspiré agotada mientras frotaba mi mano sobre mi abdomen abultado. Habían pasado ya dos años. Dos años desde que luchamos en esa mansión. Dos años desde que la pequeña Anna y Alondra habían nacido. Ahora eran unas niñas encantadoras. Una de ojos tan azules como los de su padre y la otra, como bien había querido Santiago, la fiel copia de su madre. Ya habían pasado dos años desde que habíamos decidido mudarnos de casa de mi padre y aún recibía sus mensajes que preguntaban si volvería a vivir con todos. Había aceptado que tanto Matt como Santiago invirtieran construyendo en su terreno, re
LILIANA CASTILLO—Me estás rompiendo el corazón… —susurró mi padre en cuanto se enteró. Había esperado el tiempo suficiente para que Julia y Matt regresaran a casa con la bebé y todos nos volviéramos a acomodar.—Creo que necesitarán una habitación. Mateo no puede seguir durmiendo con Julia y Matt, además, la bebé va a crecer y… —Esta es tu casa, Liliana —soltó con firmeza—. Aunque aprecio a todos, tú eres mi hija. Si es una cuestión de espacio, entonces prefiero sacar a todos y que tú estés cómoda. —No se trata de espacio, papá —susurré tomando sus manos. No quería que se sintiera culpable o triste—. Hay algo más que necesito resolver en soledad, no puedo hacerlo aquí. —¿Qué? —preguntó entornando los ojos. —No puedo decirte. No aún —contesté apenada—. Por favor, solo será por un tiempo, lo juro. —¿Qué es lo que ocurre? —insistió tomándome por los hombros—. ¿Javier está obligándote?—¿Crees que Javier lo haría? —pregunté divertida, haciendo que torciera los ojos. —No… —contestó
LILIANA CASTILLOY Matthew tenía razón. Un día lo encontré plácidamente viendo las noticias con el pequeño Mateo jugando a sus pies con sus juguetes. Entre las noticias internacionales hablaban de la bancarrota de la empresa que pertenecía a su familia. Al parecer un virus había entrado a su sistema de por sí ya endeble, y había logrado sacar el dinero que tenían tanto de ganancias como de inversionistas. Contrataron a los mejores programadores para encontrar donde estaba el problema, pero nadie lograba nada, siempre que abrían una computadora, los direccionaba a una página para adultos, llenando cada oficina con gemidos. De esa manera la empresa quebró, no pudieron encontrar el dinero robado, pero yo supuse donde estaba.—¿No te sientes culpable? —pregunté recargándome en el respaldo del sillón, mientras veía el rostro apacible de Matt. —No, ese dinero servirá para conseguir algo más grande y dejar de molestar a tu padre, además, también podremos solventar el gasto del hospital ta
LILIANA CASTILLOEl amanecer nos encontró cansados, pero satisfechos. Los militares recogían los cuerpos del piso y apagaban el fuego. Poco a poco el caos estaba cediendo. Volteé hacia Matt y Julia, estaban abrazados, en medio de ellos Mateo, que parecía no poder respirar por la fuerza con la que lo estrujaban, pero estaba feliz. Entonces una gotita cayó del cielo, justo en mi mejilla. Cuando levanté la mirada noté la enorme nube negra que nos cubría y la lluvia cayó, cálida, suave, sin relámpagos, solo limpiando todo el desastre. Cerré los ojos y me quedé ahí, en medio del jardín, queriendo que el agua limpiara la sangre que manchaba mi piel, la culpa por todo lo que hice, porque cada muerte venía acompañada de remordimiento y la sensación de que me perdía a mí misma, poco a poco. Mi padre tenía razón, esta no era la vida que yo quería, de soldado. Agradecía lo que había hecho, agradecía el entrenamiento y todas las enseñanzas, pero era difícil cargar con las consecuencias. De pront
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