Capítulo 4: Cambiando de infierno

JULIA RODRÍGUEZ

Esa tarde no regresé a la oficina, tomé un taxi a la mansión de Matthew. Había escuchado a Shanon hablar por teléfono antes de salir de la tienda, estaba quedando para ir a cenar con él y posiblemente ni siquiera regresaría a casa esa noche, así que tenía tiempo de sobra con mi propia soledad para consumirme en la miseria de sobrepensar las cosas. 

Entré en completo silencio, contestando a los saludos de la servidumbre apenas con un movimiento de cabeza o una sonrisa apagada. Arrastré los pies escaleras arriba y entré a la habitación que había compartido con Matthew por dos años. 

No había fotos de nosotros, ni siquiera de nuestra boda. Era un lugar que le pertenecía más a él que a mí. Estaba su ropa, sus cosas, pero mis pertenencias apenas ocupaban lo mínimo de espacio, como si solo fuera una invitada, y así era, una invitada en su vida que pronto se iría de la misma manera en la que llegó, con las manos vacías. 

Abrí el clóset y tomé toda la ropa con la que llegué, la vieja, la desgastada, no toqué los vestidos que me hacía usar en ocasiones escasas y especiales, ni hablar de la lencería, la que no estaba rota por el arrebato pasional de ese hombre en la cama, permanecería en los cajones, doblada y empolvándose. Que él fuera quien la desechara cuando yo no estuviera. 

Antes de cerrar el cajón, vi entre el encaje un viejo pastillero color lila que había adquirido apenas nos casamos. Cada mes lo rellenaba con anticonceptivos. Tomé la pastilla de ese día y mi corazón se hizo pequeño. «No eres material de esposa», había dicho Shanon, y tenía razón, Matthew no quería hijos, fue algo que especificó, o más bien, no quería tener hijos conmigo. 

A veces las personas no es que no quieran hacer algo, simplemente no quieren hacerlo contigo. Duele, pero es la verdad. Lo difícil es lidiar con eso cuando la persona indicada llega a sus vidas y te preguntas: ¿qué me hizo falta? ¿En qué fallé? ¿Por qué no pude ser yo? 

Es frustrante y triste.

Metí la pastilla en mi boca y la tragué. Si un día pensé en la posibilidad de darle un hijo y de alguna forma tener un lazo más fuerte, ahora entendía que había sido lo mejor no hacerlo y tenía que seguir así. Lo mejor sería que este divorcio fuera un corte limpio, sin nada que nos uniera, nada que me obligara a verle la cara un par de veces al mes. 

Lo único que deseaba era desaparecer de su vida y que él desapareciera de mi vida. 

Me dejé caer agotada en la cama. Mis manos comenzaban a mostrar moretones ahí donde las bolsas de Shanon me cortaban, y el peso en mi corazón se estaba volviendo sofocante, cuando mi teléfono comenzó a sonar.

Temía que fuera Matthew, pero el nombre que brillaba en la pantalla no le pertenecía. 

Me incorporé con el cuerpo tenso. Me mantuve en completo silencio, esperando que la llamada se cortara antes de poder hablar, pero eso no sucedió.

—¿Julia? ¿Cariño? —resonó esa voz tan familiar, tan cálida como amarga. Forcé una sonrisa, aunque no había nadie a quien ofrecérsela. 

—¿Mamá? —pregunté con un nudo en la garganta. 

—¡Chamaca! ¡¿Por qué no me contestas?! ¡Pensé que me había equivocado de teléfono! —me reprendió como cuando era niña, mientras me frotaba los ojos con los dedos. 

—¿Qué ocurre? ¿Por qué me llamas? —pregunté mientras revisaba mi reloj y hacía cuentas en mi cabeza. No había pasado mucho tiempo desde que le había enviado dinero. ¿Qué podía querer?

Su silencio en la línea solo me incomodó. Cuando estaba a punto de insistir, por fin tomó valor:

—Por fin… ¿Cuándo volverás? —preguntó con voz queda. 

—Mamá… —Torcí los ojos y estaba lista para comenzar a refunfuñar cuando me interrumpió. 

—¡Lo siento! ¡No quiero ser insistente! ¡No quiero presionarte!, pero ponte en mi lugar, ¡carajo! —exclamó nerviosa—. Tu padre…

—«Mi padrastro» —la corregí con más molestia de la que usaba cuando me llamaban «July».

—¿Se te olvida que por él tragaste y estudiaste? —soltó con molestia y reproche—. ¡Él nos acogió cuando el mujeriego y holgazán de tu padre nos abandonó! ¡¿Se te olvida?! ¡Le debes respeto, Julia! ¡Gracias a él y a su sacrificio…!

—Sí, sí… dejaste a mi padre mujeriego y flojo por mi padrastro… alcohólico y adicto a las apuestas. ¡Gran cambio! ¡Te felicito! —exclamé dejándome llevar por mi ira. En cuanto esas últimas palabras salieron, me arrepentí de inmediato y el silencio en la línea solo me hizo sentir peor. Con un suspiro apesadumbrado y tallándome la cara, quise arreglarlo—. Mamá…

—Entiéndenos Julia… Ya mandaron golpeadores, ya nos amenazaron. Tú sabes cómo es esa gente —dijo ahora con la voz quebrada, al borde de las lágrimas. Por años les había enviado dinero para que pudieran saldar la deuda de juego de ese maldito hombre, pero parecía que cada billete le quemaba en las manos y no hubo suma suficiente que pudiera enviar para salvarlos de su propia desgracia—. Solo hay una manera de saldar esa deuda de una vez por todas. 

«¿Has intentado sacar a tu hombre de casinos y apuestas clandestinas?», pregunté en mi mente, sabiendo que mi madre se ofendería si lo decía en voz alta. ¡Su esposo era el problema!, pero yo era quien debía de solucionarlo todo, ¿por qué? 

—¡Sabes lo poderosos que son! ¡Nos matarán si no hacemos lo que nos piden! —exclamó angustiada al notar mi silencio—. Si tú no…

—Si yo no regreso y me caso con el hijo del acreedor… ya sé, no es la primera vez que me lo dices, créeme lo tengo demasiado claro, casi grabado con fuego —solté con molestia y un nudo en la garganta. Involucrarse con esa clase de gente era arruinar tu vida, el problema era que también estaban arruinando la mía—. ¡Ese hombre es un monstruo! ¡¿Cómo pudieron comprometerme de esa manera?!

—Cariño, mi niña, por favor, sé que es pedirte mucho, pero… no nos falles, te lo suplico —rogó con esa voz cargada de miseria que me calaba hasta los huesos, que me hacía sentir responsable de algo que no me correspondía. 

—¡Basta! —grité con lágrimas en los ojos y las mandíbulas apretadas—. Treinta días. Solo treinta días para que vuelva y me case con ese hombre. Estaré ahí. 

»Solo no me molestes en ese tiempo. Tengo cosas que arreglar aquí antes de partir. Por favor, es lo único que te estoy pidiendo. —No esperé a que me contestara y simplemente colgué, mientras las lágrimas seguían cayendo por mis mejillas, pesadas porque llevaban mi frustración, mi coraje y mi dolor. 

Me escondí entre las cobijas para ahogarme con mi dolor, dejando que ardiera en mi pecho. Vine a este país para alejarme de los conflictos de mi familia y me condené a un matrimonio sin amor. Ahora tenía que regresar a mi país para condenarme a otro matrimonio igual de vacío. Solo podía consolarme a mí misma: si todos los matrimonios eran un infierno, daba igual en cual quedarme.

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