JULIA RODRÍGUEZ
De pie a mi lado había un hombre alto, con una gabardina de piel negra que se sostenía de sus hombros, un traje impecable, una camisa fina y sin corbata. Actitud serena, incluso divertida, pero sus ojos guardaban un fuego motivado por la rabia, mientras que la tensión en sus mandíbulas advertía que no estaba de buen humor.
—Pinches gringos… Se creen muy malos hasta que llega alguien peor que ellos —dijo con media sonrisa antes de arrebatarle el palo de la mano y arrojarlo, haciéndolo girar en el aire y golpeando al otro hombre con la cara rasguñada.
—¡No te metas! —exclamó mi agresor, queriendo intimidarlo.
—Te va a cargar la chingada, gringo, ¿cómo ves? —agregó mi salvador con media sonrisa.
Con la cabeza recargada en la pared sucia, volteé hacia la entrada del callejón, un grupo de cuatro hombres entraron, luciendo exceso de confianza, incluso una sonrisa arrogante. Entonces otro dolor, aún más punzante, atenazó mi vientre, haciendo que chillara y me abrazara, como