LILIANA CASTILLO
Pasamos cada punto de seguridad con calma, dejando identificaciones y siendo recibidos con calidez por los de seguridad y el doctor que había aceptado guiarnos por los pasillos.
—Se ha portado bien, es una buena paciente —dijo el médico dejando que su bata blanca se ondeara con su paso presuroso—. A veces le cuesta tomar sus pastillas, y luego muerde a los enfermeros, pero no es nada que no se corrija con una inyección.
Fruncí el ceño ante su explicación y conforme avanzábamos me sentía cada vez más vulnerable, viendo a través de las ventanas a los enfermos mentales con sus comportamientos erráticos.
—No tiene nada de qué preocuparse, señora Castañeda —dijo el doctor al verme nerviosa—. Aquí están los pacientes que no son peligrosos. No hay nada que temer.
Entonces abrió la puerta que daba hacia el pabellón y me aferré con ambas manos a Javier.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté, aunque en el fondo ya lo suponía.
—Ella dijo que te metería a un lugar así, que te romper