Capítulo 2: Me perteneces

JULIA RODRÍGUEZ

Su aliento cálido chocó con mi boca y entonces me besó. No fue un beso salvaje o desesperado, fue una invasión, fue una mezcla de dominación y deseo. Quería borrar cada palabra que yo había dicho minutos antes con ese gesto. 

—Por favor, espera… —supliqué apenas con voz audible en el momento que su boca se apoderó de mi cuello y sus manos comenzaron a recorrerme con urgencia, pero solo pude sentir su risa burlona contra mi piel, y mi cuerpo traidor ya no pudo seguir conteniéndose, respondió con el mismo anhelo reprimido que siempre me había torturado.

Lo deseaba… con rabia, con dolor… con amor.

Me alzó sin esfuerzo y me colocó sobre su escritorio después de que tiró todos sus papeles al piso, incluyendo la solicitud de divorcio. Debería haberlo detenido. Debería haberle dicho que no, pero mis labios eran débiles, así como el resto de mi cuerpo... y yo lo amaba. A pesar de todo. A pesar de que me rompía un poco más cada vez que me tocaba sin mirarme realmente.

Deslizó su mano por debajo de mi falda y me arrancó las bragas, para tomarme las veces que quisiera, sometiéndome contra el escritorio. Deleitándose con mi piel, mordiéndola a placer mientras hacía arder mi cuerpo. 

Pasé de un patético intento por resistirme, a aferrarme a él mientras susurraba su nombre, suplicando. Correspondiendo la intensidad de sus besos con desesperación. No quería que esto acabara, pues estos eran los únicos momentos en los que sentía que existía para él. 

Después, cuando nuestros cuerpos quedaron exhaustos y mi piel temblaba bajo su mirada, acarició suavemente mi muslo, orgulloso de esa marca amoratada que había dejado con su boca. Ambos sabíamos lo que significaba. Era un símbolo que no me gustaba y al mismo tiempo me hacía sentir que tenía algún valor para él. Era un: «me perteneces» que no era romántico, solo posesivo. Como quien pone sus iniciales en cualquier cosa para dejarlo claro a los demás. Porque eso era para él, un objeto, algo con qué divertirse. 

De pronto se inclinó sobre mí y, cuando pensé que me besaría esta vez con ternura, solo susurró con una sonrisa arrogante:

—¿Lo ves? No puedes vivir sin mí.

Sus palabras fueron una daga que me partió en dos. Se alejó para abrocharse los pantalones y fajarse la camisa, mientras su mirada seguía siendo de orgullo y soberbia, como si me hubiera demostrado un punto. 

—Deja de hacerme perder el tiempo con documentos que no tienen nada que ver con la empresa y ponte a revisar los avances con el nuevo proyecto, necesito un reporte completo antes de que termine el día —soltó como si lo que habíamos hecho sobre el escritorio jamás hubiera pasado, como si mis deseos por terminar con el matrimonio solo fuera un capricho infantil que con algo de sexo se me pudiera olvidar. 

Después de hacerme arder en sus brazos, me congelaba con sus palabras y su actitud tan desinteresada me hacía sentir vacía, rota… usada. 

—¿Me escuchaste? —preguntó en cuanto notó que me quedé estática y con la mirada perdida. Me tomó del brazo, jalándome hacia él, haciendo que mi cuerpo chocara con el suyo, envolviéndome con firmeza entre sus brazos—. ¿Qué pasa? ¿Te cansaste tan pronto o es que necesitas más?

—¡Suéltame! ¡Estoy hablando en serio! ¡Quiero el divorcio! —Comencé a retorcerme entre sus brazos, golpeando su pecho, agachando el rostro para que no viera mis ojos llorosos mientras peleaba, hasta que firmes y rítmicos golpes en la puerta hicieron que por fin me soltara.

—Vístete… —siseó antes de tomar mis bragas y arrojármelas con fuerza, haciendo que chocaran con mi pecho antes de que mis manos tuvieran que atraparlas y evitar que volvieran a caer al suelo—. Levanta todos los papeles y mete a la trituradora ese estúpido acuerdo de divorcio. 

»Sí tanto quieres llamar mi atención, pídeme que te compre lencería linda, pero no vuelvas a importunarme con basura como esa —refunfuñó mientras se ajustaba la corbata y se acomodaba el cabello que minutos antes mis dedos habían desordenado. 

Presurosa y apretando mis labios para contener mi dolor, me acomodé la ropa antes de terminar hincada en el piso, recogiendo cada papel, viendo con tristeza la solicitud de divorcio, arrugada, como mi esperanza. 

—¡Date prisa! —exclamó antes de arrebatarme el documento, cortando mi mano en el proceso. Con paso firme se acercó a la puerta, mientras rompía el papel por la mitad y lo tiraba a la basura antes de ver quien estaba del otro lado. 

¿Cuántos acuerdos de divorcio tendría que imprimir antes de que por fin él aceptara firmar y darme mi libertad?

No los suficientes. 

—¡Matt! —exclamó una voz femenina que me erizó la sangre. En la puerta se encontraba una mujer alta, esbelta, con curvas sutiles y el cabello perfecto y rubio. Besó en la mejilla a Matthew antes de entrar en la oficina como si fuera suya, hasta que sus tacones se detuvieron en los papeles que estaba levantando. Giró, arrugándolos y posando su atención por entero en él, mientras fingía que yo no existía—. ¡No sabes cuanto te extrañé! Todos esos mensajes nocturnos no fueron suficientes para consolarme por tu ausencia.

Me había ignorado a propósito y había arruinado los papeles con la misma atención. Se trataba de Sharon, la mejor amiga de su infancia, la mujer que todos consideraban digna de ser su esposa y madre de sus hijos, quien se llevaba bien con sus padres y sus amigos, a la que no subestimaban ni veían por encima del hombro, la modelo de talla internacional que era merecedora de sus halagos y consideraciones, y la única mujer por la que se preocupaba. 

Con un abrazo firme y cálido, se fundieron en un reencuentro que me hizo sentir más apartada de su mundo que antes. Recogí los papeles con la poca dignidad que me quedaba antes de que por fin esa maldita bruja fingiera que era digna de su atención.

—Pero si es tu secretaria… —dijo con los dientes apretados y una sonrisa perfecta, pero que ocultaba asco y desdén—. ¿Qué hacías en el piso, cariño? 

 —Levantando papeles que tú acabas de arruinar… —contesté con el mismo gesto que ella, y los ojos ardiendo de rabia. 

—¡Lo siento! ¡No los vi! —exclamó falsamente apenada—, es que… no eres una buena secretaria si crees que los documentos importantes van en el piso, tontita. No deberías de ser tan descuidada. 

La mandíbula se me desencajó por la indignación. Quería decirle tantas cosas, pero decidí guardar silencio. Me levanté con la poca dignidad que me quedaba y salí de ahí, sabiendo que Matthew nunca me protegería, menos de esa mujer plástica y falsa. 

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