Marianne se durmió por la madrugada, al otro día despertó con el cuerpo adolorido, como si hubiera corrido toda la noche. La cabeza le dolía, se sentía llena de rabia y preguntas sin respuesta giraban en su cabeza.
Se sentó en la cama, la habitación era grande, pero se sentía como una jaula. Se levantó y fue directo a la ventana, no había barrotes, trató de deslizarla, no pudo, estaba sellada.
La puerta se abrió, era Claire, el ama de llaves, entró en silencio, dejó una bandeja con desayuno en la mesa y salió enseguida, había café, pan, fruta, Marianne no lo tocó. No iba a comer como si estuviera todo bien. Se quedó mirando la bandeja, con el estómago apretado, no era hambre, era furia.
Mientras tanto, Adrien estaba en un almacén cerca del puerto, cuando llegó, René y Pierre ya estaban ahí. René, el marsellés, tamborileaba los dedos sobre una mesa, ansioso. Pierre, el corso, estaba quieto, pero sus ojos mostraban fastidio. Adrien se sentó al frente, con una carpeta en la mano.
—Los Vo