Marianne caminaba por el pasillo hacia su habitación, Adrien había ordenado que volviera a su habitación de siempre, estaba por entrar a la habitación cuando la vio.
Céline.
Estaba parada ahí, como si el lugar le perteneciera, luciendo ese vestido color rojo chillón, demasiado ajustado, con ese escote que no dejaba nada a la imaginación, llevaba el cabello suelto, y tenía una copa de vino en la mano.
—Marianne —dijo, con voz dulce, y una sonrisa falsa— qué bueno que al fin puedo verte, estaba preocupada.
Marianne se detuvo, su rostro cambió, se le quedó mirando de arriba abajo.
—¿Preocupada? —repitió, sin emoción— no sabía que tenías esa capacidad.
Céline fingió sorpresa, abrió los ojos, y bajó la copa.
—¿Por qué dices eso? Soy tu hermana, aunque no llevamos la misma sangre, nos criamos juntas.
—¿Hermanas? —repitió Marianne— una hermana que se vende por un trago, por un billete, por un hombre que te toque como a una puta.
Céline apretó los labios, y la copa tembló en su mano.
—No tie