Capítulo 62. La herida de la sangre
Dante
Han pasado tres días desde que pronuncié el nombre: Paolo Montelli. Ese apellido se me mete en la cabeza como un cuchillo que no puedo sacar. No importa cuánto fume, cuánto whisky me trague, cuánto entrene para ahogar el pensamiento: vuelve. Lo mastico como sangre reseca.
Enzo no lo dice, lo rumia entre dientes cuando se queda de guardia. Raffaele lo aprieta en la mandíbula como si pudiera triturarlo. Alessia lo carga en la mirada: no sonríe, no parpadea, solo camina con el peso de quien ya eligió no temer.
Yo, yo lo llevo en el estómago. No se digiere. No se exhala. Es un veneno que me recuerda, a cada minuto, que la traición no siempre viene de afuera.
Quedan diecisiete días para la boda. Lo repito en mi cabeza como si fueran los segundos de una bomba. Y sé que Montelli no va a esperar al último día.
Una frase que viene una y otra vez: El puerto chico de la costa sur. Viejo, oxidado, olvidado. Así le dicen los informes, como si fuera un pedazo de chatarra sin dueño. Pero yo sé