Capítulo 45. La celda de cristal
El mar vuelve a golpear, paciente y rencoroso. Lo escucho colarse por la rejilla triangular de la esquina como un animal que quiere aprender mi respiración. La gotera del techo marca segundos sobre el balde abollado. Uno. Dos. Tres.
La habitación huele a sal vieja, a aceite, a ropa húmeda que nunca seca. Los cinturones de cuero me sujetan a la cama de hierro con una precisión que insulta.
Si cierro los ojos, puedo dibujar cada tornillo del marco, cada descascarado de pintura en la pared, cada astilla del catre. Este cuarto no es mi tumba; es mi espejo. Aquí me veo cuando nadie me sostiene: hueso, voluntad y nombre.
La horquilla de alambre que Matteo me dejó en el pan descansa escondida entre la manga y el brazalete de cuero. La sentí punzarme el antebrazo un par de veces. Es alivio y promesa.
He probado ya la hebilla inferior: cede un suspiro cuando la aguja encuentra su boca. La suelto a medias y la vuelvo a cerrar. No puedo permitirme una marca de fuga cuando aún no es la hora.
Pas