En el mundo sombrío de manadas rivales, la traición es la moneda de cambio… y la confianza, la apuesta más mortal. Seraphine Argent fue alguna vez la hija más preciada de la Manada Mooncliff, nacida para liderar bajo la plateada mirada de la luna. Pero la caída de su clan lo destruyó todo. Despojada de su loba, expulsada de su tribu y despojada de su herencia por aquellos en quienes confiaba, sólo le queda la venganza ardiendo en su corazón. Hasta que una noche cruel lo cambia todo. Drogada y atrapada, Seraphine despierta en la cama de Alaric Montenegro—el despiadado heredero de la Manada Bloodshadow, temido por su naturaleza violenta y su poder intocable. Un embarazo accidental debería haber sido su perdición. En cambio, se convierte en su único escudo. Por el bien de su hijo no nacido y la verdad tras el asesinato de sus padres, forja un pacto improbable con el único hombre que podría destruirla… o salvarla. Alaric Montenegro ha vivido una vida empapada de sangre y traición. Rechazado por su propia familia, forjado en el inframundo, no confía en nadie—ni siquiera en su pareja destinada. La repentina presencia de Seraphine en su vida es un enigma que se niega a aceptar… hasta que las mentiras que los rodean comienzan a desmoronarse. Pero en un mundo gobernado por dos alianzas, donde los alfas se coronan por poder y linaje, el amor es una debilidad peligrosa. Cada elección que tomen Seraphine y Alaric inclinará la balanza entre la supervivencia y la ruina. Cuando los secretos están atados por la sangre, la verdad puede liberarte… o reducir tu mundo a cenizas.
Ler maisLa nieve caía espesa, en olas lentas y silenciosas, mientras el bosque ardía a sus espaldas. La sangre goteaba de los colmillos de la Loba plateada de su padre. El pelaje de su madre brillaba bajo la luz de la luna, cubierto de hollín y llamas, mientras giraba la mirada hacia Seraphine.
—Corre —gruñó su padre, su voz vibrando con poder—. Sobrevive, Seraphine. Debes sobrevivir.
Ella no quería. Su corazón le gritaba que se quedara, que luchara junto a ellos, pero su Loba—Alice—ya la estaba arrastrando lejos, cojeando, sangrando, llorando dentro de su mente.
Esa fue la última vez que Seraphine escuchó las voces de sus padres. Aquella noche, la Manada Mooncliff cayó.
Un chapoteo de agua fría y fétida la arrancó de ese recuerdo, arrastrándola al presente.
Seraphine jadeó, tosiendo, los ojos abriéndose de golpe. El hedor húmedo de moho, sudor y traición llenó su nariz.
Ya no estaba en el bosque.
Sin luz de luna.
Sin familia.
Sólo un suelo de concreto agrietado y tuberías oxidadas.
—¿Por fin despierta, alteza? —Una voz como veneno le raspó los oídos. Parpadeó hasta que la figura borrosa de su antiguo gamma, Reed, cobró forma. Su sonrisa era fría. Burlona—. ¿Has disfrutado de tu siesta?
Sus extremidades dolían. Sus muñecas estaban atadas con cuerda trenzada de plata—una crueldad intencionada. Aunque ya no tenía a su Loba, la plata aún le quemaba la piel como hielo.
Seraphine alzó el mentón, dejando que el viejo orgullo Mooncliff no muriera—. Eres un traidor.
Reed rió—. Soy un sobreviviente. Deberías intentarlo alguna vez. Oh, espera… Eso fue lo que mató a tu familia, ¿verdad? Ese orgullo obstinado.
Una voz femenina se unió a la escena. Lyla, su amiga de la infancia, emergió de las sombras con una expresión mucho más fría de lo que Seraphine recordaba.
—Deberías agradecernos, en realidad. Alaric está en celo, y tú eres la cura perfecta. Si tienes suerte, hasta podría quedarse contigo.
El estómago de Seraphine se revolvió. Intentó luchar, pero su cuerpo debilitado apenas respondió.
—¿Ustedes… me vendieron?
—No actúes sorprendida —dijo Lyla—. Después de la caída de tu familia, sólo eras una carga. Sin Loba. Sin poder. Sin dinero. Una desgracia para el nombre Mooncliff.
Reed le dio una patada ligera en las costillas, no lo suficiente para romper nada, pero sí para humillarla.
—¿Y ahora? Eres útil otra vez. Imagínate.
Ambos rieron, sus sombras alargándose mientras se cernían sobre ella. Seraphine saboreó la sangre en su boca—metálica, amarga. Su cuerpo dolía de formas indescriptibles, sus recuerdos fracturados por la traición y las drogas.
Reed se agachó junto a ella, susurrando:
—No te preocupes. Alaric no es gentil, pero es rico. Tal vez incluso sea misericordioso… si el niño se parece a él.
¿Niño?
Los ojos de Seraphine se abrieron con horror, y Lyla sonrió.
—Oh, sí —susurró—. Estás embarazada.
No. Eso no podía ser verdad. No recordaba—su celo había sido forzado, suprimido con hierbas y hechizos, controlado y manipulado. Había vacíos en su memoria en los que no quería adentrarse. Pero su cuerpo… su cuerpo lo sabía.
Temblaba, una mezcla de miedo y rabia hirviendo en su pecho.
—Son unos monstruos —murmuró.
La sonrisa de Reed se borró. Le dio una bofetada, fuerte y seca, haciendo que su cabeza chocara contra la pared.
—Somos realistas. Algo que tu familia nunca entendió.
La puerta de la furgoneta se abrió de golpe sobre ellos.
Reed se levantó—. Hora de entregar la mercancía.
La arrastraron afuera, empujándola al interior de un vehículo negro con rejas soldadas a las ventanas. La lluvia golpeaba el techo como disparos mientras el motor rugía. Seraphine sintió cada bache, cada sacudida. Sus muñecas estaban amoratadas y su rostro palpitaba. Contó sus latidos para no desmayarse.
Tenía que sobrevivir. Por su hijo. Por venganza.
Los árboles afuera se difuminaron en sombras. El camino se adentraba en territorio Bloodshadow.
Entonces la furgoneta derrapó, girando de lado.
—¿Qué demonios? —maldijo Reed desde el asiento delantero.
Aullidos llenaron el aire—salvajes, ferales. Rogues.
El vehículo se sacudió cuando algo pesado golpeó el costado. Otro impacto. El parabrisas se hizo añicos.
Lyla gritó.
Reed sacó un arma, pero ya era tarde. La puerta fue arrancada de sus bisagras. Manos con garras tiraron de Reed hacia afuera, desgarrando su carne.
Seraphine se giró, logrando incorporarse mientras el caos estallaba afuera. Sombras danzaban—mitad Hombres, mitad Lobos. Hombres lobo renegados, con ojos salvajes y hambrientos, rodeaban la furgoneta.
Un lobo se lanzó hacia ella a través de la puerta abierta.
Y entonces él llegó.
El aire se partió con un rugido—bajo, gutural, tan cargado de dominio que hizo vibrar los huesos de Seraphine.
El lobo renegado salió volando, la columna quebrándose en el aire.
Una figura apareció en medio de la tormenta, alta y monstruosa, reluciente bajo la lluvia y la sangre. Su cuerpo era esbelto y poderoso, músculos tensos como los de un depredador al acecho. Garras plateadas goteaban carmesí, y unos ojos esmeralda brillaban bajo un desordenado cabello rubio empapado.
Alaric Montenegro.
La respiración de Seraphine se detuvo.
Estaba medio transformado, la boca aún llena de colmillos, los ojos brillando de furia, el torso desnudo y descalzo, el cuerpo cubierto de heridas frescas que sólo lo hacían más aterrador. Se movía como un fantasma, rápido y brutal, atravesando a los renegados como si fueran de papel.
Uno intentó huir. Alaric saltó y le arrancó la garganta en el aire.
Otro se lanzó hacia Lyla. Alaric ni siquiera parpadeó. Un solo zarpazo. La cabeza del renegado rodó por el barro.
Los demás huyeron.
Sólo quedó el silencio—roto por los sollozos de Lyla y la respiración ahogada de Reed mientras se arrastraba por el suelo ensangrentado.
Alaric se volvió hacia la furgoneta.
Hacia Seraphine.
Ella se encogió, temblando. Su pulso retumbaba en sus oídos mientras su corazón gritaba en pánico. Él era… distinto. Hermoso, peligroso, un monstruo apenas contenido. Podía sentir la ira cruda, sin filtros, irradiando de él.
Y, sin embargo—
Un dolor sordo floreció en la parte posterior de su cuello. Su mano tembló al tocarlo.
Una cicatriz.
La marca.
No…
Sus ojos se abrieron de golpe cuando la realización la golpeó como una ola. Ya la había sentido antes—en aquella neblina de drogas, en el momento en que su cuerpo ardía y gritaba. La marca de apareamiento. Él la había marcado.
Los ojos de Alaric se entrecerraron. Olfateó el aire, luego dio un paso hacia ella, los colmillos retrayéndose. Sus garras chorreaban lluvia y sangre mientras avanzaba.
Entonces lo vio. Detrás de la locura—reconocimiento. Confusión. Furia.
Y algo más profundo. Instintivo.
—Tú —gruñó. La palabra era cruda. Incrédula—. Eres ella.
Seraphine quiso hablar, gritar, decirle que no lo sabía—que no lo había querido—pero no salió ningún sonido.
Sus manos temblaban en su regazo mientras él se erguía sobre ella. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso. Su mirada descendió a su vientre, deteniéndose allí.
Él lo sabía.
—Estás embarazada —dijo, su voz como un trueno.
Ella se estremeció.
Detrás de él, Reed gimió. Lyla se arrastró hasta ponerse de rodillas.
—¡Alaric! —gritó—. ¡Te la trajimos! Tú necesitabas—
Él no la miró. Simplemente levantó una mano con garras.
El grito de Lyla se cortó con el crujido de huesos rompiéndose.
Seraphine jadeó al ver la salpicadura roja contra el costado de la furgoneta. Reed chilló y suplicó.
Alaric se giró, despacio, deliberado.
—Intentaste chantajearme —dijo con frialdad—. ¿Pensaste que podrías controlarme con esto?
Señaló a Seraphine—no, a su vientre.
Los gritos de Reed se perdieron en la noche.
Seraphine observó, atónita, mientras Alaric volvía hacia ella y se agachaba. La ira seguía allí, pero sus garras se retrajeron. Su mano se extendió hacia ella—despacio, como un depredador tanteando una trampa.
Ella no se movió.
No se atrevió.
Él alcanzó las cuerdas detrás de ella y las cortó con facilidad. Las bobinas de plata cayeron al suelo.
Ella se desplomó en sus brazos.
Su voz rozó su oído.
—Dime la verdad. ¿Planeaste esto?
—No —su voz estaba áspera—. Me drogaron. No lo sabía… no lo quería. Intenté escapar.
—Conveniente —murmuró él, entornando los ojos—. Apareces en celo, marcada, y ahora dices que eres inocente.
—No tengo Loba —dijo ella—. No lo sabía.
Alaric la observó un largo momento. Sus dedos rozaron su vientre—intencionadamente o no, ella no lo supo.
Entonces, su expresión se tornó más oscura.
—Si no querías al niño —dijo—, podemos arreglarlo ahora.
Seraphine se quedó helada.
—¿Qué…?
Sus manos golpearon de pronto la pared de la furgoneta a ambos lados de su cabeza, encerrándola.
—¿Quieres irte? —preguntó en voz baja, casi suave—. Qué lástima.
Ella intentó empujarlo, pero él no se movió.
—No voy a dejar que lo quites —dijo—. No hasta que esté seguro. No hasta que lo sepa.
Le levantó el mentón, estudiando su rostro como si buscara mentiras talladas en su piel.
—Tal vez mientas. Tal vez no.
Sus dedos descendieron lentamente. Peligrosos. Trazaron el borde de su camisa rasgada, enroscándose en la tela.
—¿Qué estás haciendo? —susurró ella.
Él no respondió.
La lluvia había cesado. Pero dentro de la furgoneta, la tensión crecía como una marea.
Sus garras brillaron bajo la luz tenue.
—Te abriré —dijo con frialdad—. Y lo descubriré yo mismo.
El grito de Seraphine quedó atrapado en su garganta.
Y entonces—
Una voz rompió el silencio.
—Basta, Alaric.
Era calmada. Femenina. Anciana.
Refinada, pero mortal.
Seraphine giró la cabeza.
Una mujer de cabello plateado se erguía al borde del bosque, flanqueada por dos lobos con uniformes negros.
Marian Montenegro.
La abuela de Alaric.
Su cuerpo se inmovilizó.
Ella lo observó con ojos fríos.
—Pones una garra más sobre ella, y me aseguraré de que sangres por ello.
El espejo reflejaba a una desconocida.Seraphine permaneció inmóvil mientras los ayudantes de Gregor ataban el último hilo plateado alrededor de su cintura. El vestido ceremonial se aferraba a ella como luz de luna: seda gris suave, bordada con destellos de estrellas, mangas largas que rozaban el suelo y un escote que imitaba la curva creciente de la luna. Debería hacerla sentir poderosa. Respetada. Honrada.En cambio, se sentía enjaulada.Esto no era una boda.Esto no era amor.Era supervivencia, disfrazada de seda y ritos antiguos.Apenas había dormido una hora la noche anterior, atormentada por los recuerdos de su padre gritando órdenes con los dientes ensangrentados, de su madre presionando el reloj de arena en su mano con un beso de despedida, y del suelo frío de la hacienda de Alaric cuando llegó por primera vez.Y ahora, volvería a ponerse al lado de ese hombre.Su supuesto compañero.Su carcelero.Su única esperanza.La puerta se abrió con un chirrido detrás de ella.—Es hora
El aire en la mansión Montenegro estaba demasiado silencioso.No pacífico—sofocante.Alaric recorría de un lado a otro su despacho, descalzo, sin hacer ruido sobre el suelo de piedra. Un vaso de whisky descansaba intacto sobre su escritorio. Las sombras se alargaban con la luz de la chimenea, parpadeando contra estanterías repletas de tomos antiguos y reliquias familiares que no le importaban lo más mínimo.Todo a su alrededor apestaba a herencia, poder y expectativas.Nada de eso sentía que le perteneciera.Pasó una mano por su cabello húmedo y se detuvo junto a la ventana. Abajo, el patio estaba vacío salvo por unos pocos guardias patrullando en forma de lobo. El muro oriental brillaba con las runas plateadas talladas para mantener a los renegados fuera… y a los prisioneros dentro.Seraphine seguía allí.Sigue viva.Sigue llevando a su hijo.Apretó los dientes ante ese pensamiento. Había intentado convencerse de que todo era un engaño, otra traición cuidadosamente orquestada por alg
La mañana después de la visita de Marian amaneció gris y fría, con el cielo como una losa sólida de hierro sobre la finca Montenegro.Seraphine no había dormido.Estaba sentada al borde de la cama, envuelta en una de las sedosas batas de la finca, con las manos apoyadas sobre su vientre. Siete semanas. El peso era invisible, pero llenaba cada centímetro de ella. Podía sentir el más leve destello de vida bajo su piel, delicado y desafiante. Un latido silencioso que no sabía cuántos querían usar… o destruir.La puerta se abrió sin llamar.Alaric.Aún sin camisa, con pantalones negros holgados que caían bajos sobre sus caderas, el cabello dorado revuelto y húmedo, como si acabara de volver de correr… o de pelear. Sus ojos verdes se fijaron en ella con una mezcla de fría furia y cálculo ardiente.Seraphine se puso de pie por instinto, todo su cuerpo preparándose.Él avanzó hacia ella sin decir una palabra. La tensión en la habitación era tan espesa como la niebla. Cuando se detuvo a apena
La furgoneta estaba en silencio.Alaric no se movió. Su cuerpo seguía curvado a su alrededor como una trampa a medio accionar, colmillos retraídos, garras temblando… pero contenidas. Apenas.Seraphine no respiraba. Su piel ardía donde su mano había rozado su vientre, con el eco de aquella amenaza suspendido aún entre ellos.Entonces giró la cabeza, sus ojos desviándose hacia el borde del bosque.—Abuela —dijo, con una voz plana pero afilada.Marian Montenegro se erguía bajo el cielo gris como una hoja de acero plateado, su abrigo blanco impecable a pesar de la sangre y el barro que la rodeaban. Sus lobos la flanqueaban en silencio, con posturas tensas y miradas alerta.—No vas a matar a tu heredero —dijo Marian con calma.Seraphine parpadeó. ¿Su heredero?Alaric se enderezó lentamente. La camisa aún le colgaba abierta, el pecho marcado con arañazos y sangre, pero la verdadera violencia estaba en sus ojos.—Heredero —repitió con una mueca de desprecio—. O una carga.—Ella lleva a tu hi
La nieve caía espesa, en olas lentas y silenciosas, mientras el bosque ardía a sus espaldas. La sangre goteaba de los colmillos de la Loba plateada de su padre. El pelaje de su madre brillaba bajo la luz de la luna, cubierto de hollín y llamas, mientras giraba la mirada hacia Seraphine.—Corre —gruñó su padre, su voz vibrando con poder—. Sobrevive, Seraphine. Debes sobrevivir.Ella no quería. Su corazón le gritaba que se quedara, que luchara junto a ellos, pero su Loba—Alice—ya la estaba arrastrando lejos, cojeando, sangrando, llorando dentro de su mente.Esa fue la última vez que Seraphine escuchó las voces de sus padres. Aquella noche, la Manada Mooncliff cayó.Un chapoteo de agua fría y fétida la arrancó de ese recuerdo, arrastrándola al presente.Seraphine jadeó, tosiendo, los ojos abriéndose de golpe. El hedor húmedo de moho, sudor y traición llenó su nariz.Ya no estaba en el bosque.Sin luz de luna.Sin familia.Sólo un suelo de concreto agrietado y tuberías oxidadas.—¿Por fin
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