2

La furgoneta estaba en silencio.

Alaric no se movió. Su cuerpo seguía curvado a su alrededor como una trampa a medio accionar, colmillos retraídos, garras temblando… pero contenidas. Apenas.

Seraphine no respiraba. Su piel ardía donde su mano había rozado su vientre, con el eco de aquella amenaza suspendido aún entre ellos.

Entonces giró la cabeza, sus ojos desviándose hacia el borde del bosque.

—Abuela —dijo, con una voz plana pero afilada.

Marian Montenegro se erguía bajo el cielo gris como una hoja de acero plateado, su abrigo blanco impecable a pesar de la sangre y el barro que la rodeaban. Sus lobos la flanqueaban en silencio, con posturas tensas y miradas alerta.

—No vas a matar a tu heredero —dijo Marian con calma.

Seraphine parpadeó. ¿Su heredero?

Alaric se enderezó lentamente. La camisa aún le colgaba abierta, el pecho marcado con arañazos y sangre, pero la verdadera violencia estaba en sus ojos.

—Heredero —repitió con una mueca de desprecio—. O una carga.

—Ella lleva a tu hijo —dijo Marian, como si eso zanjara la conversación—. Y ese hijo es legítimo, porque la has marcado.

—Fue un error —la voz de Alaric era casi un gruñido—. No sabía que ella…

—La has marcado —repitió Marian—. Y la familia Alfa no reconoce hijos ilegítimos.

Su mandíbula se tensó. Seraphine vio cómo la furia se acumulaba en cada fibra de su cuerpo, el impulso de atacar, de desafiar. Pero la mirada de Marian era puro hierro. Él no la retó. No aquí. No ahora.

Y en un instante aterrador, Seraphine lo entendió: Marian Montenegro era el verdadero poder detrás de la Manada Sombra de Sangre.

Entonces la mirada de Marian se desplazó hacia ella.

No era amable.

—¿Puedes caminar? —preguntó con sequedad.

Seraphine asintió apenas. Las piernas le temblaban, pero su orgullo le impidió caer. Se irguió, ignorando el dolor en las costillas y el ardor en los hombros. Miró a Alaric, luego de nuevo a Marian.

—No quiero nada —dijo—. Solo quiero irme.

Marian le dedicó una mirada que podría haber sido diversión… o lástima. —Demasiado tarde para eso.

La llevaron a una clínica en las afueras del territorio. Limpia, eficiente, fuertemente custodiada.

Los médicos lo confirmaron: estaba embarazada. Unas siete semanas. Su cuerpo era demasiado frágil, dañado por el trauma, la plata y la supresión repetida de su Loba. Un aborto probablemente la mataría.

Alaric no dijo nada durante el examen. Solo permaneció en la esquina, brazos cruzados, mirándola como si fuera a la vez un enigma y una trampa.

Después, la acomodaron en una sala privada de recuperación, con una manta tibia sobre los hombros. El mayordomo —un hombre mayor llamado Gregor— entró con el rostro imperturbable y un documento en la mano.

—Señorita Argent —dijo—. Hay condiciones para su protección. Un contrato, aprobado por la matriarca Montenegro.

Seraphine no respondió.

Él dejó el documento frente a ella. —Usted y el señor Alaric Montenegro entrarán en una alianza matrimonial temporal. Estará vigente hasta que nazca el niño.

Ella lo miró fijamente. —¿Quiere que me case con él?

—Temporalmente. Para proteger la legitimidad del niño según la ley Alfa.

—¿Y después?

—Usted se irá. En silencio. Sin reclamar nada. A cambio, la familia Alfa le concederá un deseo: cualquier cosa dentro de nuestro poder.

La mente de Seraphine giraba. Demasiado. Demasiado rápido.

Alaric estaba en el sofá opuesto, con los brazos extendidos sobre los cojines como un rey mirando a su bufón.

—Vas a seguir viva —dijo—. No es un mal trato, considerando.

Seraphine se volvió hacia Gregor. —¿Y si me niego?

—El niño será retirado —respondió con calma—. Usted no sobrevivirá al proceso.

Seraphine tragó saliva.

—Yo no elegí esto —susurró—. Nunca quise…

—Y, sin embargo, aquí estamos —la interrumpió Alaric—. ¿No es el destino divertido?

Sus manos apretaron el borde de la manta. Miró el contrato. Matrimonio temporal. Un deseo. Y luego, nada.

—¿Qué pediría? —preguntó Gregor, aún cortés.

Ella no dudó.

—Un reloj de arena.

Ambos hombres parpadearon.

—¿Perdón? —Alaric frunció el ceño.

—Era un viejo reloj de arena de juguete —dijo—. Marco de madera. El vidrio agrietado en una esquina. Era de mi madre.

Alaric se inclinó hacia adelante. —Te ofrecen dinero. Poder. Una segunda oportunidad. ¿Y quieres un juguete?

—No es un juguete —respondió—. Es todo lo que me queda.

La expresión de Gregor no cambió. —¿Está segura?

—Sí.

Incluso Alaric parecía… desconcertado. —Estás loca.

—Mejor eso que ser cruel —replicó con los ojos encendidos—. Querías destriparme. Y ahora te sientas ahí actuando como si yo fuera el problema.

Su sonrisa se afiló, peligrosa. —Tú nunca fuiste el problema. Solo el anzuelo.

Seraphine se levantó. —Bien. Hagámoslo. Pero no pienses ni por un segundo que me quedaré callada si le pasa algo a este niño.

Alaric también se puso de pie, acortando la distancia en dos pasos. No la tocó; solo se inclinó lo suficiente para que sintiera el calor de su cuerpo.

—¿Crees que eres fuerte? —murmuró—. Estás rota. Sin Loba. Sin familia. Sin seguridad. Me perteneces ahora, Seraphine Argent. No porque te quiera… sino porque te poseo.

Ella lo miró sin pestañear. —Entonces ten cuidado con lo que posees. Porque algún día, podría morderte.

Esa noche, Seraphine yacía en una habitación nueva —en el ala de invitados de la mansión Montenegro—. Las sábanas olían a detergente caro. El suelo era de madera pulida, y una ventana daba a un jardín plateado donde lobos patrullaban bajo la luz de la luna.

No durmió.

Su mano descansaba sobre su vientre, los dedos abiertos en un gesto protector.

Siete semanas. Una vida diminuta. Una parte de ella… y de él.

Odiaba esto.

Lo odiaba a él.

Pero no podía matar a su hijo. No importaba cómo había sido concebido: ahora era suyo. La única familia que le quedaba.

Un suave golpe interrumpió el silencio.

Se incorporó cuando la puerta se abrió.

Marian Montenegro entró.

Sola.

—¿Puedo sentarme? —preguntó, sin esperar respuesta.

Seraphine asintió, aturdida.

Marian se sentó en el sillón junto a la cama. Guardó silencio durante un largo rato. Luego:

—No eres lo que esperaba.

—No soy lo que nadie esperaba —respondió Seraphine.

—Amabas a tu familia —dijo Marian—. Recuerdo a tu padre. Orgulloso, feroz. Arrogante. Pero bueno.

La garganta de Seraphine se cerró.

—Lamento no haberte protegido —dijo Marian—. Pensé que estabas muerta, como los demás.

Seraphine apartó la mirada. —Habría sido lo mismo.

—No —negó Marian—. Sobreviviste. Y eso te hace peligrosa. Y valiosa.

Seraphine la miró fijamente. —¿Por qué me ayudas?

Marian sonrió apenas. —Porque Alaric no sobrevivirá a esto sin ti. Está perdido. Sangra por mil heridas invisibles. Necesito a alguien que pueda enfrentarlo… y amarlo, incluso si no lo merece.

—No lo amo.

—Aún no —dijo Marian—. Pero el dolor reconoce al dolor. Y ambos están llenos de él.

Seraphine bajó la vista hacia su vientre. Un reloj de arena sonaba en su mente, con granos suaves de memoria y tiempo. Todo lo que perdió. Todo lo que podría ganar.

No sabía qué le deparaba el futuro.

Pero sí sabía una cosa:

Sobreviviría.

Y algún día, recuperaría todo.

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