La lluvia caía desde la mañana, fina, casi como una niebla que se pegaba a las ventanas del castillo. Seraphine estaba de pie en el umbral del balcón de su habitación, mirando el patio interior empapado. El sonido del agua que goteaba desde el techo se escuchaba como un susurro que llenaba el silencio. El aire traía el aroma de tierra y madera húmeda.
Abajo, algunos soldados entrenaban a pesar del clima adverso. Sus pasos eran pesados, las espadas chocaban, y el aliento se escapaba en un vapor tenue. Pero la mirada de Seraphine no se fijaba en ellos. Sus ojos se detuvieron en una figura alta envuelta en un manto negro que cruzaba el patio: Alaric.
No miró hacia arriba, ni redujo el paso. Mantenía la postura erguida, firme y distante.
Seraphine apretó la baranda del balcón. Algo le oprimía el pecho —no era ira, tampoco un odio pleno, sino una sensación extraña que no se permitía dejar crecer. Estaban unidos por un juramento, pero la distancia entre ellos se sentía como un abismo imposi