Abi es una alumna que se esfuerza por salir adelante; su madre se ha marchado y la ha dejado con sus hermanos pequeños. Intenta ser madre y hermana, pero ningún esfuerzo alcanza. Desesperada, escoge un camino oscuro para proteger a sus hermanos. Su profesor descubre poco a poco la verdad y, aunque su reputación debería alejarlo, solo se siente más atraído... Porque lo prohibido nunca fue tan tentador.
Leer másLa joven estaba derretida en la silla y con las manos escondidas bajo la mesa; se pellizcaba los muslos por encima de la falda que vestía y apretaba las piernas cada vez que lo veía.
Era perfecto.
Quiso disimular, pero no podía despegar los ojos de él; y es que lo que tenía frente a ella era el mejor espectáculo que había visto nunca.
Cuando el hombre volteó para buscar los apuntes que había preparado la noche anterior, se encontró con la mirada perdida de Abigaíl.
La joven siempre le había causado curiosidad. Siempre atenta, con una bonita sonrisa para él.
—Señorita Andrade, hágame un resumen de lo que dije, por favor —pidió el profesor y se cruzó de brazos encima del pecho.
La aludida se rio con disimulo y es que no podía ser más ridículo.
Cuando se cruzaba de brazos, se le marcaban los músculos por debajo de la camiseta y eso la hacía ponerse terriblemente mal.
—-Usted… —balbuceó suave—. Usted habló del corazón y… —No recordaba nada.
Había estado más pendiente de sus músculos y su bonito trasero, antes de que tomar apuntes de lo que su profesor dictaba durante la clase.
Aunque no podía negarse a lo maravillosos que le resultaban los fonemas de su voz; lo atrayente y masculina que era, esa mañana se había concentrado en otros detalles más... carnales.
El profesor vestía una camiseta blanca ajustada. Abigaíl podía verle los tatuajes desdibujándose por la transparencia de la tela y le encantaba.
—Hablé del corazón, sí —afirmó él mirándola serio—, pero también de los pulmones —continuó mirando el pizarrón y la estudiante se puso más tensa cuando el hombre no le quitó la mirada—. Señorita Andrade, necesito que se quede después de clases, por favor.
Abigaíl tragó duro cuando escuchó aquello. Supo que significaban problemas.
Contuvo la respiración y esperó a que su profesor volteara otra vez para suspirar y desarmarse encima de la silla.
Y su imaginación apareció para volverla completamente loca.
«Mira, mira cochinona, conseguiste lo que querías». —Entró la Abigaíl Lujuriosa, esa que aparecía cuando Oliver, su profesor de Anatomía estaba cerca.
«¿Y ahora qué?» —Molestó la Abigaíl sensata, esa que siempre mantenía el control—. «¿Nos va a reprobar?»
«Claro que no, nos va a castigar encima de su escritorio». —Volvió la lujuria, esa que causaba revuelo entre las hormonas de la joven—. «Qué bueno que traigo falda». —Continuó y la joven pensó que se desmayaba.
—¡Basta! —chilló Abigaíl y se levantó de la silla como una loca, despeinada y jadeando emocionada.
Llamó la atención de todos sus compañeros de clase, incluida la del profesor, quien volteó para mirarla con consternación y señaló la puerta.
Le estaba pidiendo sin palabras que abandonara la clase.
Abigaíl miró la puerta con recelo. No podía perderse otra clase. Terminarían reprobándola por inasistencia.
—No se repetirá —suplicó ella incluso con la mirada.
—Se ha repetido todo el semestre, señorita Andrade —terminó él y volvió a señalar con severidad la puerta de entrada.
La estudiante suspiró entristecida y con los ojos llenos de lágrimas se agachó para coger todas sus pertenencias.
¿Qué le ocurría? Se preguntó sensata, pero complicada.
Bajó los escalones con pesadez, oyendo los murmullos de sus compañeros en su espalda.
Mientras más se acercó a él, al culpable de su caos interior, supo cuál era su problema: Él lo era. Su profesor. Un hombre que quién sabía cuántos años mayor era.
De seguro perdería la cuenta si se ponía a contar la cantidad de años que los diferenciaban, pero, por alguna extraña razón, eso no la asustaba.
—Espéreme afuera, señorita Andrade —pidió él acompañándola hasta la puerta.
La abrió para ella con cortesía. Abigaíl suspiró cuando supo que siempre era un caballero.
La joven lo miró con grandes ojos desde su posición, a pocos metros de su cuerpo hombruno. Las pestañas le aletearon sin nada de control y se ruborizó todavía más. Como si eso pudiera ser posible.
«Oh, sí, nena, llegó la hora». —Burló su lado lujurioso.
Y, aunque la joven intentó controlarse cuando estuvo cara a cara con él, su cuerpo terminó defraudándola y cayó rendida al suelo.
Se desmayó frente a él. Rebotó contra el suelo piernas arriba, creando una escandalosa escena que emocionó a toda la parte masculina de la clase, pero que incomodó al Señor Lane y es que la faldita que su alumna más desastrosa vestía no cubría nada.
Absolutamente nada.
Con prisa buscó su campera y cubrió sus piernas y trasero disimulando que no estaba mirando nada, cuando en el fondo sabía que bien aprovechó para llevarse un buen recuerdo hasta el baño privado.
Abigaíl estaba cansada de ser la segunda opción. Era la segunda opción de los hombres, de su madre, incluso de sí misma. Se marchó por las calles frías, con el mentón en alto, sintiéndose y por primera vez, orgullosa de sí misma, de ese primer acto de amor y valor. Nunca fue consiente de cuanto valía hasta ese segundo. A Simone no le quedó de otra que regresar. Cuando Oliver la vio sola, se quedó perplejo. —¡¿Y qué pasó?! —preguntó alterado.—Se fue. Simona tenía una boba sonrisa dibujada en su rostro. Parecía satisfecha con el actuar de Abigaíl. —¿Qué? ¡No, no! —exclamó y salió corriendo de la casa, para luego regresar—. ¿Qué le pasó? ¿Qué le dijiste? —Nada —dijo Simona—. Fue ella la que habló y cuando supo que la Victoria estaba aquí, dijo que ya no quería ser tu segundo plato y se fue. Oliver escuchó todo con tal atención que, se quedó perplejo al oír esa parte tan importante. —¿Segundo plato? —preguntó él, bastante conmocionado. Simona no tuvo que decirle nada, solo m
Se quedó mirando el teléfono algunos segundos, con Simona a su lado, quien le observaba con preocupación.—Di algo, por favor —suplicó la mujer tocándose las manos con ansiedad.Desde que se había encontrado con Abigaíl en la feria local y se enfrentó a ella con la verdad, la mujer cambió por completo su perspectiva de las cosas. Ahora comprendía la profesión secreta de la joven y no la criticaba, muy por el contrario, la comprendía. Entendía que todo tenía una razón noble que la hacía tragarse sus propias palabras de odio. —Viene en camino —contestó Oliver con los ojos brillantes—. ¿Qué se supone que tengo que hacer? —preguntó con ansiedad—. ¿Y si lo arruino todo otra vez?Simona le sonrió con dulzura y le acarició el brazo con la punta de los dedos, intentando transmitirle sosiego y seguridad.—Tienes que decirle la verdad, Oliver —aconsejó ella y se sobresaltó cuando alguien llamó a la puerta—. Ya llegó —dijo emocionada y le palmeó la mejilla para despertarlo.Oliver no lo dudó y
Cuando se despertó otra vez, lo hizo exaltada. Y se levantó del piso bajo la curiosa mirada de sus hermanos y empezó a buscar el dinero.Por unos instantes, tras recuperarse de su desmayo, creyó que estaba loca y que tal vez había escondido en dinero en otro lugar.Lo buscó sin parar, hasta que Cinthia se acercó para detenerla y contenerla. —¿Era mucho dinero? —preguntó su hermana, con mueca entristecida.Abigaíl jadeó exaltada y se tocó el rostro con las manos para aguantar un grito de rabia. Quiso calmarse, pero pensar que su propia madre había robado el dinero para sus propios hijos, la hinchaba de aborrecimiento.De un sentimiento que jamás había experimentado con tanto ímpetu.—Tranquila, podemos recuperarlo, de alguna u otra forma. —Su hermana solo quería consolarla. Abigaíl se tomó algunos minutos para pensar. No podía llamar a la policía. ¿Cómo iba a explicarles que su propia madre, la que se suponía que vivía con ellos, les había robado dinero que no tenía como justificar?
De pie frente a la puerta de la habitación del hotel, Abigaíl sintió las lágrimas mojándole las mejillas.Sabía bien lo que ocurriría. Había estado en esa posición un par de veces, tal vez más de las que le gustaría recordar. Aun estaba a tiempo de huir, pero solo la detenía una cosa: sus hermanos.No podía permitir que se los llevaran a un orfanato. Ellos eran la única pieza de su familia que le restaba. No podía perderla también. Miró la cama con un nudo en la garganta y sonrió melancólica al pensar en el profesor. Siempre quiso disfrutar en un hotel así de elegante con alguien especial, alguien con quien ella sí quisiera acostarse, pero la historia seguía repitiéndose y siempre terminaba en lugares así con la persona equivocada. Por suerte, todo sucedió rápido. Siempre sucedía rápido. El hombre la tomó sin siquiera ser consiente de cómo, con cada embestida, le arrancaba lágrimas que la destrozaban un poco más.Abigaíl siempre se sentía repugnante después de un encuentro así, más
Cuando la niñera llegó y también Andrea, quien venía en el coche de su padre, Abigaíl se marchó, fría como un témpano de hielo y con las intenciones fijas, grabadas y memorizadas.Sabía lo que quería, también lo que necesitaba y esa noche estaba dispuesta a entregarlo todo con tal de ganar. En el caminó repasó con Andrea algunas tácticas que usaban en caso de que la cosa se saliera de control y se repitieron profesionalmente sus falsos nombres. Tenían una palabra clave, la que servía cómo código de ayuda y también de seguridad. Si alguna no se sentía cómoda, podía decir la palabra mágica y la otra interfería sin chistar. —Marcelo es el Doctor, y Roberto nuestro Ingeniero —explicó Andrea cuando bajaron del auto y frente a ellas aparecieron dos hombres mayores—. El Ingeniero es mío, es un cliente antiguo —indicó Andrea, comiendo goma de mascar con pocos modales.Abigaíl la escuchó con el ceño arrugado y miró detenidamente al doctor. Era delgado y de baja estatura. Tenía el cabello b
La joven escapó antes de que la clase de Oliver terminara, asustada de que sus compañeras la confrontaran y buscaran saber qué había ocurrido entre ella y el profesor y, si bien, debía regresar para su siguiente clase, no lo hizo y se fue a su casa. Le escribió a Andrea para que recogiera sus cosas personales, las que habían quedado tiradas en su pupitre, y tras llegar a su domicilio, se derrumbó en el sofá a pensar, con una botella de vino en la mano. Era el vino que usaba para cocinar, para aderezar las carnes estofadas y otros platillos que preparaba junto a sus hermanos, pero el cual se tuvo que beber para calmar la extraña amargura que sentía en la garganta, la que no se había quitado ni siquiera vomitando. Tras cada sorbo, Abigaíl se replanteó su vida y pensó detalladamente en lo que estaba ocurriendo, en las decisiones erróneas que había tomado durante todo ese lamentable tiempo.Por supuesto que se arrepintió por el camino que su propia madre la había guiado. Tuvo rabia, mi
Último capítulo