4

Atemorizada por lo ocurrido, la joven corrió acobardada por el amplio y verdoso campus, respirando con tanta dificultad que en algún segundo pensó que iba a desmayarse.

Al no tener una escapatoria, y arrancando como si el mismo demonio estuviera persiguiéndola, terminó metiéndose a la fuerza en el sector de la piscina, donde solo el equipo de natación tenía autorizado ingresar.

Sin pensárselo dos veces, se lanzó al agua con ropa, todo con el fin de encontrar calma a tanto ardor que la sometía.

Pensó que se estaba volviendo loca.

Dejó que el agua helada le enfriara los pensamientos y aunque se iba a tener que ir escurriendo a casa, nada le importó en ese momento, y solo se concentró en recordar la cara que el profesor había puesto.

Cuando asimiló los hechos, se carcajeó descontrolada y salió a flote para celebrar. Chilló también cuando entendió lo que había ocurrido, más cuando recordó lo que había hecho.

«Eres grotesca». —Molestó su lado prudente—. «¿Qué va a decir de nosotras ahora?» —Lamentó, pensando lo peor.

La joven arrugó los ojos y la nariz, todo en un divertido gesto que la hacía lucir adorable.

«Que mujer tan dramática, lo que diga la gente no es importante, además, el profe es un caballero, y no podíamos desperdiciar un momento así». —Insistió su lado sensual.

Abigaíl supo que eso le traería problemas y nadó con lentitud por la parte profunda, moviendo las piernas con mucha gracia.

«Es tu profesor, quién sabe cuántos años mayor». —Exageró sensata.

La joven se sintió más lasciva entonces y es que recordar a Oliver la ponía a sudar.

«Yo quiero ser tu profe, mejor dicho, profesor, el que te enseñe del amor, lo que sabes y disimulas; quisiera que me mientas cuando pregunte tú edad, quiero volverme tan vulgar…». —Cantó Lujuriosa y Abigaíl bailó en el centro de la piscina, siguiendo el ritmo de la música de Miranda.

«Patéticas». —Remató prudente y tal vez mojigata, terminando por fin esa celebración.

Y la joven terminó el debate con ella misma cuando se hundió en el agua cubriéndose la nariz y sus dos personalidades opuestas se ahogaron con todo el resto de sus oscuros y sucios pensamientos.

En el otro extremo de la universidad, al profesor Lane le ardían las orejas y tuvo que mojarse el rostro, la nuca y los brazos para quitarse esa sensación de calor que lo invadía por entero.

Suspiró y se rindió encima del lavabo con la respiración agitada, sosteniéndose con las manos, mirándose al espejo con temor.

Sabía que existían límites con el grupo estudiantil, sabía bien que debía separar las cosas y, aun así, se había pasado por el culo todo aquello que conocía bien.

No pudo evitar sentirse peor al recordar lo bien que su cuerpo había reaccionado ante el contacto de la descarada jovencita.

Había sido tan delicioso como nadar en la playa en un caluroso verano y tan liberador como caminar al aire libre en una tarde de primavera.

Había sido todo, pero con tan gusto a poco que continuaba confundido con todas esas emociones que seguían recorriéndolo de pies a cabeza.

—Compañero, ¿por qué está tan escondido? —preguntó uno de sus compañeros al ingresar al cuarto de baño y lo observó con ojo crítico.

Oliver dio un respingo en su posición y fingió una sonrisa. Él no se estaba escondiendo, ¿o sí? Especuló nervioso y se movió para mostrarse más relajado.

—¿Te sientes bien, hermano? —insistió el otro profesor y lo miró con lástima.

El hombre pensó en la pregunta y se apuró para responder, y es que nada le incomodaba más que esas miradas cargadas en lástima que lo hacían sentir peor, que lo hacían sentir el principal culpable de todos sus errores.

—Mejor que nunca —contestó cuando entendió lo ocurrido y sonrió con confianza.

Abigaíl Andrade, la estudiante fracasada había conseguido lo imposible.

Y es que no era un secreto lo que su esposa le había hecho, pero si era un secreto la disfunción eréctil que padecía, la que lo perturbaba incluso entre sueños y pesadillas; la que le quitaba el apetito y las ganas de avanzar.

La que le quitaba absolutamente todo.

Se secó el rostro con papel y caminó triunfante por el pasillo, sintiéndose mejor que nunca. Recuperar la fuerza y dureza de su amigo era algo que llevaba esperando por un largo periodo de tiempo y nada le entregaba más seguridad ahora que su compañero —el de abajo—, estaba de vuelta.

Como vivía cerca de la sede universitaria en la que enseñaba, caminó a casa y aunque moría de ganas de empinarse una cerveza bien helada entre los labios y celebrar con ganas, tenía otras responsabilidades con las que lidiar, obligaciones que lo hacían aterrizar en el mundo real y que lo mantenían con los pies en la tierra y con los ojos bien abiertos.

—¡Anto! ¡Paulita! Ya llegó el papá —gritó Simona, la mejor amiga de Oliver y le miró con gracia—. Qué bueno que llegaste temprano, quería ir a un bar con una amiga —agregó moviendo las cejas y Oliver rodó los ojos.

—¿Cómo estuvo el día?

Quiso saber, pero los chillidos de las niñas ensordecieron incluso a los vecinos y sus pisadas agitadas repercutieron por toda la propiedad, llenando de vida esos muros vacíos y blancos que le transmitían tristeza a cualquiera.

Las risas vinieron después, esas que se convertían en el combustible de Oliver para levantarse cada día.

—Hoy toca parque. —Antonella, su hija mayor dominó y Oliver le prestó atención con los ojos brillantes.

—No, playa —peleó la menor y se acomodó las manos en la cintura.

Oliver miró a sus hijas con dulzura.

—Parque hoy y playa mañana —respondió él con alegría y paciencia y acarició la espalda de Paula que se acercó a él con mayor confianza—. Es viernes y tenemos el fin de semana para nosotros solitos —agregó después cuando vio a sus hijas confundidas.

—¡Los tres mosqueteros! —gritó Antonella feliz y se colgó del cuello de su padre, ese que se había agachado para estar a su altura.

Las niñas se rieron alegres al ver que su padre estaría con ellas mucho tiempo, y es que, en sus minutos de niñas, un día completo no bastaba, ellas siempre querían y también necesitaban más.

—Lavé su ropa de escuela y terminé con la cocina —acotó Simona colgándole el delantal colorido y floreado a Oliver en el cuello. Las niñas se rieron—. Volveré a la noche para que cenemos.

—Está bien —agregó Oliver y recibió el beso que su amiga depositó en su mejilla—. Se va la tía, ¿cómo se dice?

—Adiós, tía Simona —se despidieron las niñas al unísono. Paula más triste que Antonella—. Gracias por ayudarnos y cuidarnos.

—Nos vemos mañana en la playa —continuó ella y besó la mejilla de las dos niñas con una sonrisa satisfecha entre sus labios.

Oliver acompañó a Simona hasta la parte trasera de la propiedad, sin antes pedirle a sus hijas que recogieran los juguetes que desordenaban la sala.

Su escritorio, donde trabajaban en las tardes preparando sus clases, eran otro asunto serio.

—Hoy día traes brillo en los ojos, ¿qué te pasó? —preguntó Simona antes de ponerse el casco.

Oliver negó con los labios fruncidos y se cruzó de brazos encima del pecho.

Sabía bien que debía hablar con su amiga y encontrar consejo en sus palabras, pero a veces la joven mujer terminaba burlándose de sus desgracias y tomándoselas con demasiada gracia.

—A la noche hablamos más tranquilos —respondió nervioso y es que recordar lo que su estudiante le había hecho no estaba para nada bien.

Más si le sumaba la parte de la erección.

—Entonces me vas a contar algo sucio —burló su amiga con el casco ya puesto y no dejó al hombre refutar.

Encendió la motocicleta con prisa y movió el acelerador para generar un ensordecedor sonido que solo llevó a Oliver a sonreír y a negar con la cabeza, conforme se despidió de su amiga agitando su mano.

Suspiró y volvió a casa, donde sus niñas esperaban a por él, y donde debía olvidar todo dolor para demostrar que todo estaba bien.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo