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A pocos kilómetros de allí, Abigaíl ordenó el jardín trasero de su casa y aunque esa mañana se había levantado muy cansada por el agitado ritmo de vida que llevaba, el extraño y tenso encuentro con su profesor, ese al que soñaba a diario, la había dejado enérgica y de muy buen humor.

Sacó la basura sin decir mucho, con los auriculares alrededor del cuello, escuchando un poco de música y moviéndose rítmica por todo el lugar.

Sus hermanos estaban allí, ayudándole con el orden y la limpieza y aunque restaban unos cuantos días para que su madre regresara, la joven disfrutaba de aquella rutina que la liberaba de todas sus aprensiones.

—Abi, ¿mañana estarás con nosotros o debes trabajar? —preguntó Bastián, uno de sus tres hermanos menores.

Abigaíl suspiró, pero no cansada, si no entristecida por lo que aquello significaba.

Los niños anhelaban estar con ella, encontrar entre sus brazos, palabras y deliciosas comidas, a una madre, pero aquello significaba sacrificios que ya empezaban a superarla.

—Cambié el turno de mañana por esta noche —siseó un tanto entristecida.

Y aunque el niño celebró cuando entendió que su hermana pasaría el fin de semana junto a ellos, Cinthia, la mayor de los tres, la observó con molestia desde el fondo del jardín.

Negó con la cabeza sin dejar de mirarla y luego caminó hacia ella con fastidio.

Abigaíl se preparó emocionalmente para enfrentarla y es que a veces la joven de tan solo dieciséis años resultaba un tanto bruta y ofensiva.

—Entonces trabajas hoy —afirmó y Abigaíl asintió con la cabeza conforme arrastró la escoba por el jardín ya limpio—. ¿Y cuándo duermes o cuándo estudias?

—¿Y qué comes? —preguntó ella con fastidio, volteando para enfrentarla—. Sin trabajo no hay dinero y sin dinero no hay comida, no hay agua caliente, ni comida para tus gatos, ¡no hay nada!

Jadeó rendida y se afirmó en la escoba que usó como soporte para no caerse y es que a veces le faltaba el aire.

Cinthia quiso llorar por la angustia que la sometía, pero estiró la mano para acariciarla y le tocó la mejilla con dulzura, delineando el pómulo marcado que su bello rostro poseía.

 —Lo siento —dijo la joven y le dedicó una tierna sonrisa.

Abigaíl la encerró entre sus brazos para mimarla como tanto le gustaba y si bien las niñas eran hermanastras, hijas de un padre diferente, los apellidos no se interponían en ese amor natural que nacía entre ellas.

—Hola, Abi —saludó la vecina de los niños, subiéndose por el muro que los separaba y los miró con esa cara que la aludida tanto odiaba: lástima—. Hice sopa de res y les guardé una olla.

—¿Nos guardó una olla entera de sopa? —preguntó ella con las manos en las caderas.

A veces se ponía pesada cuando sus vecinos se compadecían de su notorio abandono, pero se les pasó a los pocos segundos, cuando recordó a sus hermanos, esos que extrañaban las comidas caseras y bien elaboradas.

—Gracias, señora Castillo —agradeció y caminó hacia ella para recibir la olla con comida.

Cuando Abigaíl tomó la olla entre sus manos, aún tibia por la reciente preparación y con ese aroma delicioso que la hizo saborearse en cuestión de segundos, la anciana mujer le metió entre los dedos —y a la fuerza— un billete y la miró a la cara con severidad.

Era esa cara de: no te niegues.

—Hoy día me pagaron la pensión —explicó y Abigaíl refutó con prisa, ella no la dejó ni hablar—. Te sirve para la fruta de los niños o las verduras —agregó seria y la joven tuvo que aceptar con un nudo en la garganta.

Los ojos se le aguaron. Se esforzó por disimular.

—Gracias —respondió casi sin voz y es que las lágrimas se acumulaban con prisa—. No sé qué haríamos sin usted —terminó y es que la mujer siempre los ayudaba.

—Un granito de arena —dijo la señora y le tocó el cabello con suavidad—. Mañana me devuelve la olla, tengo que hacerles una paella a mis nietos —continuó y se alejó despidiéndose con la mano, con una adorable y satisfecha sonrisa en los labios.

La joven imitó. Se despidió con dulzura. Sus hermanos la observaron algunos segundos y sin decir nada, volvieron al interior de la propiedad.

Bastián ordenó la cocina en compañía de Carla, la menor de los hermanos Quiroz, siempre tan participativos que a Abigaíl se le escapó una sonrisa y ella aprovechó del momento para llevar a Cinthia a la sala para conversar.

Tenían poca diferencia de edad y eso las hacía un poquito más cercanas.

—¿Y a qué hora volverás? —preguntó Cinthia tras sentarse en uno de los sofás.

—El bar cierra como las cuatro —respondió Abigaíl con mueca de cansancio.

—¿A las cuatro? —insistió horrorizada.

—Es viernes. —Se sentó también y se frotó las piernas—. Después debo limpiar y cerrar.

—Entonces llegarás para desayunar —agregó Cinthia con muecas de tristeza. Abigaíl asintió con pereza—. Te esperaré con huevos revueltos y café fresco —agregó al aceptar la verdad.

Su hermana se sacrificaba por ellos, por tenerles a diario pan en la mesa y comida fresca.

Y no podía negarlo, desde que su hermanastra mayor se había hecho cargo de ellos, las cosas habían mejorado considerablemente. Siempre tenían ropa limpia, comida y comprensión.

Abigaíl, además de ser una buena tutora, también era una buena hermana.

Siempre peleaba por ellos, por sus problemas en la escuela y con la policía, además de los enviados de servicios sociales que se acercaban a inspeccionar el hogar y la seguridad de los niños.

Abigaíl peleaba para no perder a sus hermanos. Ellos eran lo único que le quedaba, y si bien la ley estaba en contra de ellos, la joven seguía poniendo el hombro ante cada adversidad que les tocaba enfrentar.

Cuando le tocaba trabajar en las noches, Abigaíl se encargaba de que los tres hermanos durmieran juntos y llamaba a una vecina para que les echara un ojo cada tanto.

Les dio de comer y se vistió conforme ordenó su dormitorio, seleccionando también sobre su escritorio los deberes pendientes de la universidad en los que debía trabajar.

Un proyecto en el que trabajaba para Anatomía le robó una sonrisa y cuando se percató, se descubrió roja y con la respiración trabajosa.

El solo hecho de pensar en Oliver Lane la ponía a flotar, y tuvo que parar unos segundos, recostarse sobre la cama y dejar a su mente volar.

Aquella era una rutina que le divertía mucho y que también le hacía bien, la llenaba de energía positiva.

Se tendía en la cama, con el cuerpo laxo y pensaba en su profesor, pero no pensaba en él de una forma amable, alucinaba con momentos íntimos alucinantes.

—Eres rara —escuchó y su fiesta erótica se acabó en dos segundos.

Su hermana estaba allí, mirándola curiosa.

—Estaba descansando —contestó fastidiada antes de reincorporarse en el colchón.

Apretó los dientes con rabia y es que Cinthia le había cortado todas las esperanzas de tener un orgasmo liberador antes de irse a su estresante trabajo.

«Menos mal que no nos pillaron con las manos en la masa». —Burló la Abigaíl lujuriosa, refiriéndose a la masturbación y es que, para la joven, tocarse y descubrirse resultaba lo más normal del mundo.

Así era como había descubierto su fascinación por el profesor Lane.

—¿Y has visto al profesor ese que tanto te gusta? —preguntó Cinthia ofreciéndole una banana fresca y un sándwich de atún.

La joven no pudo evitar ponerse roja al ver la banana y se vio imposibilitada de recibir lo que su hermana le ofrecía.

—Sí —titubeó con la boca seca—. Hoy día tuvimos un encuentro extraño —agregó y su hermana chilló alocada para lanzase encima de ella producto de la emoción que sentía.

—Define extraño, por favor —suplicó desesperada.

Abigaíl titubeó por donde comenzar, pero le relató a su hermana cada cosa que había ocurrido desde que se había desmayado en la sala de clases.

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