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El profesor se marchó a paso veloz, dejando atrás a Abigaíl Andrade y esas locas ganas que sentía de brindarle su ayuda.

Y es que, en el fondo, aunque tenía un corazón blando y amable, necesitaba velar por la seguridad de su trabajo, ese que requería urgentemente.

Y eso significaba alejarse de alumnas problemáticas como Abigaíl.

Se olvidó de la joven durante toda la mañana, o al menos eso quiso hacer, pues cuando la hora de la almuerzo llegó y los profesores se reunieron en el casino a compartir y a relajarse en su hora libre, Oliver Lane no pudo pensar en otra cosa que no fuera en Abigaíl Andrade.

Se comió la ensalada con un trago amargo en la garganta y apenas pudo probar el pollo con especias que él mismo había preparado en la mañana, y cuando llegó a la fruta que había metido en su bolso, no pudo comérsela.

Solo podía pensar en que esa joven no tenía para comer y se le quitaba el apetito.

—Estás muy callado —siseó Victoria, la consejera estudiantil con quien salía de vez en cuando, pero con quien no había logrado conseguir nada aún.

Lane le miró con tristeza y jugueteó con la banana entre sus dedos un par de veces.

Parecía terriblemente desanimado.

—Solo estoy cansado —mintió. Apenas era lunes y su jornada recién comenzaba—. Tuve un fin de semana difícil —agregó para no verse tan falso.

Se enfrentaba a un divorcio.

—Me imagino —contestó Victoria con preocupación—. Tenía en mente que fuéramos a un lugar especial el sábado.

—Me encantaría —respondió y se sintió peor cuando supo que iba a cancelar esa cita a último minuto—. Disculpa, debo salir, tengo algunos trámites pendientes —agregó y cogió sus pertenencias para abandonar el área de profesores.

Caminó con prisa por los pasillos, buscando con la mirada a la señorita Andrade, conforme se fijó en cada esquina de la enorme universidad en la que trabajaba.

Para su sorpresa, la encontró en el jardín trasero, donde nadie se acercaba en la hora de la comida.

Estaba a solas, tirada en el césped y con un libro entre las piernas. Tenía una botella de agua a su lado y su bolso. Se estaba trenzando el cabello con agilidad conforme se movía divertida al ritmo de la música que escuchaba.

—Andrade —habló y la joven levantó la vista para encontrarse con él.

Lo reconoció de inmediato.

Su voz era un manjar para su seducida cabeza, y el modo en que los pantalones se le ajustaban a las caderas y la entrepierna la hacían alucinar.

Le faltó el aire en cuestión de segundos y aunque podía quedarse con esa vista para siempre, tuvo que moverse para mirarlo a la cara.

Se mordió el labio con discreción cuando lo encontró bajo la luz natural y pensó que se veía diez veces mejor.

—Señor Lane —susurró y cuando se preparó para levantarse, el hombre se agachó a su altura—. Lamento mucho lo que pasó en su clase. —Se sonrojó y negó con la cabeza, escondiendo la mirada.

Estaba realmente avergonzada.

—No importa —contestó él y le sonrió con poca seguridad—. Te traje una fruta —agregó después y le ofreció una banana.

La joven apretó los labios y no estuvo segura si debía recibir su ofrecimiento.

Estaba confundida con su presencia y muy agitada por su cercanía. Además, estaban solos en la parte trasera del campus y jamás había llegado tan lejos respecto a las charlas que solían mantener.

—Yo… no…

—Es para ti, Andrade —insistió él, un tanto molesto. La joven titubeó si recibirlo o no—. Es para ti, no para tus hermanos —afirmó cuando la joven lo tomó entre sus pequeños dedos.

Ella arrugó el entrecejo y lo miró con cólera y sin darle tiempo a pensar, se levantó del césped con un preciso movimiento.

—No lo quiero —afirmó y se lo metió entre los dedos y a la fuerza—. No quiero nada de usted —reclamó cuando encontró lástima en su mirada.

«No esperábamos encontrar eso». —Burló su lado lujurioso y Abigaíl se sintió peor.

¿Acaso era imposible que la mirara con otros ojos?

«Claro que es imposible, ni que fueras bonita». —Insistió su lado más cuerdo y la joven se sintió derrotada en cuestión de segundos.

Habría querido desaparecer en ese preciso instante, tal vez que se la tragara la tierra, pero el hombre gritó su nombre con ese tono ronco y poderoso que ponía temblar a cualquiera.

A Abigaíl le temblaban las bragas y también se le mojaban.

Volteó para mirarlo con temor y se notó acelerada, más cuando él caminó hacia ella con la banana en la mano y la peló con los dedos con mucha precisión.

—Abre la boca —pidió con voz amarga y se la ofreció. La joven negó con horror—. Abre la boca, Abigaíl y cómete la banana.

«Oh, cuando dice nuestro nombre se me estrujan esas partes. ¡Atentas, muchachas, vamos a necesitar un cambio de bragas!»  —Burló la lujuriosa joven y aunque estaba muy asustada por la cambiante actitud del profesor que admiraba en silencio, por alguna extraña razón se sentía segura.

Abrió los labios con timidez y le dedicó un suave mordisco al fruto que el hombre mantenía firme entre sus dedos.

Apretó el trozo de banana con la lengua con fuerza contra su paladar. Estaba tan nerviosa que no sabía cómo comportarse.

—Cómetelo todo —ordenó él con una voz demasiado hombruna para ser real.

La joven se quedó boquiabierta y con la mente en blanco.

No pudo pensar con coherencia en ese minuto y dejó que su lado más oscuro saliera para tomar el control.

No es que fuera la mujer más valiente de todas, pero a veces se imaginaba haciendo cosas extraordinarias que de seguro nadie la creería capaz.

Dio un paso al frente y cogió la mano del profesor entre las suyas y se engulló el frutó hasta el fondo de la garganta para dedicarle un mordisco bien profundo.

Tuvo que cerrar los ojos por la vergüenza que la dominó y es que podía sentir el corazón fuera de control, además de las mejillas rojas y calientes.

«¿Qué estás haciendo, m*****a loca?» —preguntó su lado sensato y Abigaíl pensó que se desmayaba cuando vio lo que había hecho y lo lejos que había llegado.

Lo lejos que había llegado con su profesor.

El señor Lane se quedó congelado ante ella, con la mano estirada y aun sosteniendo el trozo de banana entre sus dedos.

La tomó por la nuca con fuerza, enterrándole los dedos en el frágil cuello y se agitó notoriamente cuando se perdió en sus ojos marrones, tan profundos que pensó que estaba en el mismo paraíso.

Si se desviaba hasta sus labios, la cosa se ponía peor y un extraño, pero conocido palpitar, recorría su cuerpo.

—Señorita Andrade… —siseó confundido con la boca seca, sin poder dejar de mirarle la boca.

Fue entonces cuando se percató de que la joven le había hecho ver las estrellas y tal vez unos cuantos cometas.

La joven se quedó paralizada, aún asustada por el modo agresivo en que el hombre la había tomado por el cuello.

Se puso más nerviosa cuando sus dedos la liberaron, pero le tocaron la boca; le limpiaron con cuidado los restos de fruta que tenía en los perfilados y rosados labios.

Ella cerró los ojos para sentirlo mejor y soltó un gemido cuando su dedo bajó por su mentón.

—Mírame, Abigaíl —pidió él y la joven obedeció de manera inmediata. Él sonrió y es que le encantó lo sumisa que era—. Esto nunca ocurrió.

—Nunca —unió ella obediente y los hombros le subieron y bajaron con presteza.

Estaba tan agitada que pensó que se iba a desmayar otra vez.

El hombre mantuvo la banana reventada en la mano y se marchó a paso veloz por el mismo lugar por el que había venido.

Se fue al baño y cerró la puerta para poder soltar toda la adrenalina que lo recorría.

La excitación, la ansiedad, las cosquillas. Todo estaba allí, recordándole que estaba terriblemente vivo.

Tal vez más vivo que nunca.

Se lavó las manos con desesperación, buscando deshacerse de cada cosa nueva que sentía, conforme repasó los hechos una y otra vez.

Todo se fue al demonio cuando logró mirarse en el reflejo del espejo y lo que vio lo sorprendió.

Estaba erecto y aunque no era una buena noticia haber conseguido una erección gracias a una alumna bonita y pervertida, sí era una buena noticia haber recuperado aquello que tanto le afligía.

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